Unos medran en certezas y otros las van dejando por el camino, convencidos de que una vida consolidada, manejada con el desparpajo de quien todo lo tiene gobernado y previsto, es mejor que una vida mecida a capricho por el azar, convertida en una de esas tramas frágiles que entusiasman a los lectores de novela barata. Pero es que la vida es una novela barata. La escriben muchas manos y, al modo en que se fraguan los episodios de las series televisivas, el nudo se discute hasta que uno se erige como el único nudo posible. En el desenlace operan mecanismos mucho más tenebrosos. El desenlace es, por naturaleza, ingobernable. Da igual que tengas las ideas claras y vayas por la vida en plan rompedor y la palabra triunfo se te dibuje en el rostro.
Lo que me sigue dejando perplejo es la naturalidad con la que los que creen y poseen una fe fiable y sólida afrontan la muerte, la envidiable convicción con la que despachan para sus adentros la pérdida de los que aman en la absoluta seguridad de que están con Dios y allí disfrutan de otra vida en la que ellos también ingresarán. Es verdad que lamento este descreimiento mío en asuntos de esta índole. Mi convicción consiste en la muy gris evidencia de que no hay más allá o, dicho de otra forma, que el desenlace impredecible es el cierre de válvulas total, el cierre innegociable de los saltos sinápticos y del sol brillando en el cielo cada mañana. No hay que pueda hacer para modificar una brizna este sentir brumoso de las cosas del cielo. A veces incluso pienso que me alejo a diario de la adquisición de ningún credo religioso. Me limito a ver el efecto que ese credo produce en quienes me rodean y lo practican. Hago de espectador sano y curioso y me siento también a diario un espectador privilegiado, engañosamente colocado en el lado de los descreídos, pero ávido de aprendizaje, de querer ver lo invisible. Imagino la fe como un deslumbramiento al que yo todavía no he accedido. Uno se enamora sin advertirlo. Cae en el amor (eso lo expresan los ingleses muy atinadamente) a ciegas y, en ocasiones, sale cegado.
Me producen hartazgo los fanatismos. Me aturden. Los hay en lo que se ve y en lo que se esconde. En la creencia de algo maravilloso que nos tutela y nos protege y en la decisión de no permitir tutelajes y ni protecciones y vivir así sin titubeos ni pudor. Siempre he visto grupos de creyentes exhibir con orgullo su fe. Exhibir la falta de fe no es lógico. Tampoco uno se vanagloria de no amar el golf o el free jazz. Pero ya lo he dicho: estamos en la incertidumbre, vivimos en esa tiniebla. Ojalá que podamos convivir en paz sin que lo que nos mueve el corazón cargue nuestras armas.
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Me producen hartazgo los fanatismos. Me aturden. Los hay en lo que se ve y en lo que se esconde. En la creencia de algo maravilloso que nos tutela y nos protege y en la decisión de no permitir tutelajes y ni protecciones y vivir así sin titubeos ni pudor. Siempre he visto grupos de creyentes exhibir con orgullo su fe. Exhibir la falta de fe no es lógico. Tampoco uno se vanagloria de no amar el golf o el free jazz. Pero ya lo he dicho: estamos en la incertidumbre, vivimos en esa tiniebla. Ojalá que podamos convivir en paz sin que lo que nos mueve el corazón cargue nuestras armas.
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4 comentarios:
Nosotros no somos hombres de fe, Emilio, pero sí de creencias.Creemos, por ejemplo, en la desintegración absoluta. Compartimos algún principio(la 1ª parte, para se más exactos)de la fe de los creyentes profesionales: "Polvo eres y en polvo te convertirás". Y hasta ahí llegamos. Más que de miércoles de ceniza, de cenizos lúcidos.
Pero , en fin, ya verás como habremos de cantar la canción de Brassens, que versionó Paco Ibáñez: No a la gente no gusta, no que uno tenga su propia fe.
A la paz de "tengamos la fiesta en...", hermano.
Creer para ver, ver para creer.
I.
Creer a ciegas, sin pruebas.
Creer a pie juntillas.
Cerrar los ojos para no comprometerse.
II.
Confiar en quien se ama.
Dar un salto sin red, optar, sin tener todas consigo.
Esperar sin verlas venir.
Tuve una compañera, profesora de catalán, magnífica docente a la que querían mucho sus alumnos castellano hablantes, era guapa, elegante e inteligente. Contrajo cáncer pero no nos enteramos hasta que nos llegó la noticia de su muerte. Entonces entendí las palabras que me había dedicado en una cena ¡en castellano por primera vez! llenas de cordialidad, y que recordé posteriormente. En su funeral escuché la parte que desconocía del proceso. Su hermano nos habló del acercamiento que había hecho a la fe mediante la figura de un sacerdote (que debía ser extraordinaria persona) que le llevó a la convicción que la vida no es nuestra, que alguien nos la da en prestamo. Creo que era algo así. Aquella profesora se había acercado a la fe en un contexto totalmente laico y le había consolado. Esto me conmovió y me hizo pensar. Creo como tú que cuando nos apagamos, se acaba definitivamente la función sináptica, pero puedo entender a algunas personas que se acercan a un consuelo espiritual. A medida que me hago mayor, me creo menos capaz de juzgar a nadie. Para entender una vida, sería necesaria toda una vida. Y sólo tenemos una, para intentar entender la nuestra, y a duras penas llegamos a hacerlo.
Fe y creencia. Se puede tener fe en las metáforas, en los ríos que van, en las nubes que pasan. Fe en Dostoievski y fe en los callos que hacía mi suegra. No soy blasfemo, pero tengo cualidades. En fin...
No, a la gente no gusta que...
Miguel, abrazo
Todos somos creyentes, Ramón. En algo. Que se llame Dios importa lo preciso. Darle nombre es reducirlo.
Muy hermoso tu relato, Joselu. Sentido. Yo he visto cerca eso que cuentas y he visto gente robustecida después de la fuga desgraciada de un ser cercano. Me gusta eso de no tener capacidad ni deseo de entender a nadie. Todos albergamos razones. Yo mismo a veces no me entiendo. Cuando lo hago, me quedo perplejo.
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