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Kafka no era Kavafis. Uno se censuraba todo entusiasmo y concebía el viaje como una postura de riesgo ante la vida. Harto de ser un funcionario gris, uno encerrado en una montaña de papeles grises, decidió ser Grigori Samsa y se despertó bestia, insecto, criatura inferior y oscura. Puedes ser en vida Kafka o ser Kavafis, pero lo que no sabes es si en los preparativos algo imprevisto va a torcer tus propósitos o si en la travesía el azar, que Borges no aceptaba, va a confiarte todas sus malas artes. 
Kavafis pedía que el viaje fuese largo en su poema a Ítaca y disfrutaba con la posibilidad de que la ruta se confundiese con sus sueños. Me lo recordaba un amigo en la barra de un bar hace un par de viernes. Qué cosa más curiosa: hablar de Kavafis en una barra de bar, contar el itinerario secreto de la belleza de unos versos. Todos tenemos una parte de Kafka y otra de Kafavis. Un miedo inconfesable a perdernos en el tráfago de los días y, por otra parte, un deseo irreprimible por perdernos en ese tráfago y confundirnos en su asombro formidable, en su caterva de almas hechas de incertidumbre y de zozobra. 
Hay quien quiere la vida como un contrato donde todo está registrado y nada está sujeto a la indeterminación y quien pide que el viaje sea largo y nunca tengamos certeza del destino. Los dos hacen de linterna, al modo en que lo hace la filosofía, para indagar los primores de lo real. Es ésta la función del escritor. La blonda sensual de los poemas de Kafavis no es el apesadumbrado documento casi notarial de la prosa de Kafka, conjurado a revelar la alienación y el absurdo del hombre en la sociedad que lo engulle.
En las repisas en donde alojo los libros en mi casa he visto que La metamorfosis, el viaje entomológico y existencial  de Samsa, descansa lomo a lomo junto con una Poesía completa del griego, bizantina y helenista, vital y paganizante. He pensado que ambos libros sufrieran la ficción de intercambiar sus páginas, de contaminarse en la soledad del anaquel, ajenos a las manos del lector, que sólo de vez en cuando recae en su formidable existencia. He pensado que Kafavis mutara a Kafka y en sus poemas pesase el frío del funcionario centroeuropeo que no acaba de encontrar su sitio en el mundo. O que Kafka consintiese la influencia de la sensualidad alejandrina de los versos de Kafavis. He ojeado ambos libros y todo sigue igual. Samsa es Samsa y la belleza inconmovible de los versos del poeta griego esperan la llegada del goloso lector que los disfrute.También las personas permanecemos inalterables. Como libros apilados en estanterías.
No es fácil dejarnos contaminar por las experiencias ajenas. Nos desenvolvemos con las toscas y pobres maneras que nos proporciona la experiencia personal, pero no siempre sabemos indagar, con la linterna del poeta, en las venturas y desventuras de los demás por si en ese ejercicio de novelización aprehendemos algo que pueda abastacernos de júbilos distintos y de miserias compartidas. La Historia está repleta de casos similares: pueblos que se juramentan en la salvaguarda de unos principios morales inasequibles al retroceso, al descubrimiento de que afuera hay vida y que late con idéntico pulso a la nuestra. A lo mejor esta reflexión sobre dos libros que se tocan en una estantería de mi casa termina convertida en una reflexión sobre los nacionalismos. Empieza uno a escribir y nunca sabe en dónde va a acabar lo que escribe. Pienso ahora qué podría pasar si Lovecraft se arrima a Bécquer. Si Chesterton a Nietzsche. Si por obra del azar o la suma de muchos azares Bucay se contamina de Canetti. Ay, olvidé que no tengo ningún libro de Bucay. No pienso remediarlo.

4 comentarios:

Isabel Huete dijo...

Bueno, no estoy tan segura de que no queramos dejarnos contaminar por las experiencias de otros y nos mantengamos encorsetados en las nuestras o entre nuestras normas o rigideces... Incluso aunque así lo quisiéramos, la vida es tan imprevisible que es difícil escaquearse de las sorpresas que nos depara y de las transmutaciones a que inevitablemente nos lleva. Me cuesta entender que alguien se imponga limitaciones porque yo soy una esponja dispuesta a dejarse empapar de cualquier experiencia, lo que pasa es que con la edad las posibles, incluso previsibles, derrotas no se ven como tales sino como simple fina lluvia invernal.
A mí es que Kafka me produce mucha ternura... no tanto por lo que cuenta sino por lo que esconde.
Besotes.

Malena dijo...

Me reí con la última frase y me acordé de la Biblia y el calefón discepoliano.

B. Plus dijo...

Ese desamor por Bucay. Me reí como Malena, que conozco por el blog de Barra Libre y por donde he venido. No seais así de bárbaros con Bucay, el pobre, no merece ese desplante. Hace lop que puedo. Vender libros también es bueno para la ndustria de los libros, no ? No merece este ataque, pero juro que me encanta.

Emilio Calvo de Mora dijo...

Kafka es tierno. Lo kafkiano, a veces, llevado el acuñamiento clásico a su extremo, es ternura también. En lo injusto, en lo absurdo, hay un fondo frágil. De pérdida. De surrealismo. Esconde Kafka lo que tú has encontrando, Isabel. Un beso fuerte.

Explicame cuando puedas lo de la biblia y el calefón, Malena.

B. Plus, gracias por entrar. Tenemos caminos que se cruzan, parece. Eso es bueno.
Vender libros como Bucay está estupendo, pero luego hay que leerlos. Ahí está el problema. Y comprar libros para no leerlos, dime tú a mí si es cosa.

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