A Álex de la Iglesia me lo figuro siempre encerrado en una habitación atestadas de cómics y de muñequitos de la saga de Stars Wars. Semeja uno de esos niños que se han hecho hombres por fuera, pero manteniendo a recaudo, por si hace falta sacarlo a paseo, al infante. De hecho, Balada triste de trompeta, aparte de una hipnótica función dramática, es un muy serio y preciso texto sobre la pérdida de la inocencia. Al Álex en clausura pop, enfebrecido de héroes de la Marvel y viñetas de Ibáñez, atento al cine de la Hammer que dieran en la matinales de su barrio o en cine fórums universitarios, le interesa sobre todo indagar en la naturaleza violenta del amor, en su frondosa superficie, erizada de aristas, comida por el odio y por la envidia. Sólo que al director no le basta con ofrecer un fresco friki, una historia sobre otra parada de monstruos al modo en que lo fue La comunidad o El día de la bestia: lo que en verdad persigue es desmontar cierto cine canónico, clásico, emperrado en mirarse a sí mismo y no extralimitarse. Balada triste de trompeta es un subidón de adrenalina. Una vez que has suspendido la credulidad y te sientes parte de la peripecia dramatúrgica, acude el vértigo. Y De la Iglesia se olvida de cumplir con casi todos los preceptos y pierde la vergüenza y la mesura. Aquí hay excesos. Muchos. Algunos son más justificables que otros.
Pesimista, grandilocuente, exhibicionista, De la Iglesia es el director más esperpéntico del cine español. Suma a lo grotesco un ventajista plus de academicismo y da a la cartelera películas de una corrección formal absoluta y de una fragilidad narrativa evidente. El impecable envoltorio esconde un contenido tóxico. Es tanto el veneno que acaba por aturdirnos. Hay un momento en que uno se plantea esa suspensión de la credulidad a la que se ha decidido respetar. La detiene porque la truculencia y el ardor pulp (uno ve a Tarantino en escenas sueltas, a Peckinpah y a Fuller) derriba la cohesión de lo contado, la convierte en una metáfora excesivamente libre, de escaso afecto por la mesura. No habiéndola, Balada triste de trompeta cause siempre un asombro absoluto. El mío vira sin pudor de la fascinación, que es visual sobre todo, y la repulsión, que se adentra más en el orden narrativo de las cosas.
Los payasos enamorados de la trapecista, perturbados por unas y otras razones todos, es la excusa para contar una Historia Reciente de España, incluyendo un mordisco a la mano de Franco, el vuelo colosal de Carrero Blanco y un hitchcockniano cierre de la función con los protagonistas izados a la cruz del Valle de los Caídos, que hace de monte Rushmore castizo. Esa Historia se justifica con un magnético prólogo en el que se asientan todos los conductos morales que sostienen el tono retorcido y violento del film: estamos en los estertores de la Guerra Civil y las milicias (de un o de otro bando) derriban la función, cercenan la risa de los niños y la estoica honradez de los payasos y los mete a todos en una orgía de odios y de sangre de la que nunca saldrá el niño Javier (un portentoso, absolutamente brillante Carlos Areces) y que durará varias décadas. La España de 1.973 de tosco trazo que retrata De la Iglesia es la consecuencia palmaria de aquel desastre: el desmoronamiento del régimen franquista, la hambruna moral e intelectual de un país ralentizado, sumido en tinieblas, abocado a no despertar jamás de la mugre y del hastío funcionan como atrezzo histórico formidable.
Hay mucho cine español dedicado a hurgar en las heridas de la Guerra Civil, pero esta versión se esmera en el humor más visceral, en lo grotesco y en lo zafio, en recrear un espectáculo visualmente inconmensurable, sostenido por un elenco de actores soberbios, pero que se fractura en lo narrativo.
Deslumbra y aturde, confunde y seduce, Balada triste de trompeta es un ejercicio de libertad absoluta en el cine español y quizá únicamente por esa marca de fábrica deba apreciarse en toda su excesiva extensión. Las alucinaciones no siempre ensamblan bien en un todo novelístico: valen como gags dramáticos, como piruetas circenses que duran cinco minutos. En eso es en donde De la Iglesia ha fallado. Pero eso de fallar es muy relativo. No siendo ésta una película que este cronista de sus vicios piense rever en mucho tiempo (cansa, agota, crea un estado de excitación considerable) ha sido con diferencia la que he visto con más entusiasmo.
4 comentarios:
En todo de acuerdo. La vi en su estreno y me apetece poco verla otra vez. Cansa, cansa mucho. Areces es un actor a considerar y el director De la Iglesia es un genio, el tío.
Me quedo con Carolina Bang, de la que no has escrito nada.
Me enamoró.
El prólogo es fantástico.
Pregunto: ¿No puede hacer este hombre una peli normal?
Buen blog.
Te he pillado en Muchocine, y volveré en cuanto pueda.
No estoy de acuerdo contigo por una vez. Me aburrió solemnemente. Creo que es un capricho del driector, que tiene ya un caché y puede hacer más o menos lo que quiere. Crimenes en Oxford me gustó mucho, pero era más clásica, como muy bien dices. En todo caso, nada que ver con chorradas del cine cutre, malo, que se estila por aquí. No me gustó, digo, pero reconozco lo estupendamente hecha que está y eltalento de todo su equipo. Me gustó Carlos Areces como Javier, el payaso triste. Un hallazgo.
Buen domingo.
Rafa
Yo voy al cine a ver cosas como esta. No para ver telefilms o cine americano visto cientos de veces. No es la mejor de Alex de la Iglesia pero es una pelicula mayúscula. Yo disfruté en el cine y en breve, imagino, en DVD, cuando salga, la veré otra vez. Me dejó ko.
Adriana Benítez
Es atrevida, insolente, vertiginosa, hermosa, heroica en estos tiempos de cine sosito. O sosito o con acné. Hay que joderse.
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