19.5.10

Ayúdame, oh Señor...



Ya sabemos que a la ficción la descabalga de su trono de inventos y de júbilos la realidad cuando un avión despeña su cola en el verano. Otro modelo es el que coloca en la paleta de colores de la televisión una patera a la deriva de casi todo. Africanos sin Gran Vía, mendigos del mundo a las puertas del Corte Inglés, pero la fibra sensible del espectador, accionada siempre por mecanismos que no comprendemos, por ancestrales resortes que cuelgan una lágrima si un coche revienta un perro en la carretera, a veces es incapaz de compungirse o de manifestar algún tipo de dolor si el telediario ametralla la dosis habitual de muertos anónimos, muertos de segunda división, muertos de algún remoto confín que únicamente conocíamos en las novelas de Emilio Salgari.
El hombre, iba a decir el espectador, pero es lo mismo, registra en su memoria lo que le conmueve para apuntalar a base de experiencia los desastres que están por venir. Da igual que sea un Boeing en una pista de Barajas que una barca reventona de parias negros como el tizón que han visto en España la avenida sideral de sus sueños. Tenemos una capacidad infinita para blindar nuestro asombro. Se nos cuela un desastre en un descuido y el alma sensible, pongo por caso, se avitualla de la costra durísima de la ceguera y terminamos el almuerzo con una ligera hinchazón en algún perdido lóbulo mental.
Por eso es buena la inmunidad que da la experiencia. Nos hemos acostumbrado tanto a ver morir a la gente en los periódicos, en la radio o en la televisión que parece que nos están contando una ficción, una especie de episodio impostado a la realidad. Llevamos sublimado los sentimientos durante un par de milenios como para venirnos abajo con la sentimentalidad de unas cuantas bajas, parece recitar el lóbulo afectado del cerebro. De vez en cuando volvemos al territorio del sentido común y de la piedad, nos deshacemos del blindaje y bajamos a pie de hecatombe para dar la vida si hace falta.
Andamos así, en los extremos de la cuerda: o cegamos los sentidos o los aupamos a una dimensión de una sensibilidad tan prodigiosa que hasta duele la mirada perdida de un niño. Si el elenco de damnificados sustituye la ristra de ciudadanos de segunda por un considerable listado de europeos, japoneses o norteamericanos, la atención mediática es sustancialmente distinta. Incluso el espectador se compunge con más fiereza porque de alguna secreta y oscura forma se siente más ligado al cadáver de un francés que el de un etíope, y hasta esa abstracción geográfica posee sus menudencias, su argumentario político o social o cromático. Cosas que no alcanza la razón a razonar: asuntos que no podemos diseccionar sin que un ramalazo de vergüenza atenace el pulso y herrumbre la cordura.
Vamos confiadamente ensanchando el territorio de nuestra felicidad, procurando que ningún zafio céfiro nos escore más allá de la senda prevista. La palabra incertidumbre, de tan rica ascendencia en lo literario, se revela hostil en lo real. No queremos que ninguna noticia inadecuada altere el menú estabulado. Ayúdame, señor, a escalar la cumbre de este día, escribió en un poema Borges. Ayúdame, oh fatum, a no cegarme del todo y ser capaz de encontrar en la desgracia ajena briznas de luz, espuma de esperanza, leves evidencias de que todo puede ser convertido nuevamente en dicha.
Llevo unos días de empastillado esparcimiento. Escribo esto, por la necesidad de escribir, sobre todo, por purgar cierto dolor que me está esquilmando el buen ánimo y la serenidad que traía. Escribo porque no se me van de la cabeza los accidentes de avión, las bromas pesadas con los ahorros de los abuelos o la rebaja de mi sueldo de funcionario doméstico o tal vez de pronto he visto todos los accidentes de avión, todas las mujeres matadas por su pareja, la tragedia, el caos, la posibilidad de que un movimiento de una pieza de un engranaje que no conocemos nos pueda reventar el futuro. Eso es lo que tengo en la cabeza, y ya lo estoy soltando, como bilis canalla en la boca del estómago, como cizaña semántica en el abismo de mi conciencia.
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4 comentarios:

Anónimo dijo...

Único.
Rafa.


postdata.: Y n
o quiero respueta!!!!!

Alex dijo...

Al margen del desolador dibujo de Saint-Exúpery que ilustra tu texto a la perfección. Al margen de que la anestesia social parezca crecer a diario al mismo ritmo que aumenta la concienciación, falsa o anidada en lo "de mode", con las causas puntuales que siempre son luego olvidadas. Al margen de todo eso, nos queda Portugal, Emilio. Ya lo dijo Siniestro Total.

Peter Pank dijo...

Lo que nos interesa en la confrontación de Sade y de Marat es el conflicto entre el individualismo llevado al máximo y la idea de la agitación política y social. También Sade estaba convencido de la necesidad de la Revolución y sus obras son, de cabo a rabo, un ataque contra la clase reinante y corrompida; sin embargo, retrocede ante las medidas de terror tomadas por los nuevos dirigentes y se encuentra, como el representante moderno del tercer partido, sentado entre dos sillas…

SADE:
La piedad, Marat,
es patrimonio de los privilegiados.
Cuando la piedad se inclina para dar limosna,
sólo siente desprecio;
y finge conmoverse para exaltar de ese modo su riqueza;
y la limosna, para el mendigo,
no es más que una patada en el trasero…

SADE:
Ahora yo veo
donde conduce
esta Revolución
(…)
Conduce a la muerte del individuo,
a una lenta extenuación en la uniformidad,
a una agonía del juicio,
al cruel reniego de uno mismo,
a una fatal sujeción al Estado,
cuya esfera, infinitamente lejana, invulnerable,
planea muy por encima de cada uno de nosotros.

Magnífico artículo.

Emilio Calvo de Mora dijo...

Estoy químico, Rafa, Álex, Peter. Asi uno no controla casi nada. Gracias por leer.

Comparecencia de la gracia

  Por mero ejercicio inútil tañe el aire el don de la sombra, cincela un eco en el tumulto de la sangre. Crees no dar con qué talar el aire ...