10.2.09

El desafío: Frost/Nixon: Segundos fuera...




En el siglo XXI hemos alcanzado un nivel de asepsia informativa tan demoledora que no podemos entender, descontextualizada, la historia de Frost/Nixon. La información ha pasado de ser un instrumento de conocimiento y de revelación a competir con la ficción por el mercado global del ocio. El cuerpo doctrinal del ejercicio periodístico de hoy está subliminalmente alimentado de publicidad y en ese estado lamentable de la información, incesantemente zarandeada por los intereses de las marcas y por la tosca tiranía de las audiencias, podemos llegar a entender, aunque nos duela esa certidumbre, que los telediarios están compartimentados en bloques estancos, gobernados por el sesgo corporativista de quienes lo redactan y muy a menudo más interesados en el espectáculo que en la difusión objetiva de las noticias. Así no es difícil considerar el vacío de contenidos que abanderan las nueva tribunas mediáticas: al conformismo le hemos regalado una considerable extensión de frivolidad de modo que lo que impera es la catarsis espiritual a través del dolor ajeno o, en todo caso, la irresponsable lucidez de que la televisión puede convertirse (de hecho ya lo es) en la fantasía perfecta, en el páramo yermo ideal en el que dejarse caer al final de la jornada y contemplar la ruina del mundo, su vértigo infinito de paganos y de beatos, de brokers motivados por el ring ring de la pasta y parias anestesiados por el hambre. En ese reducto de felicidad impostada el hombre moderno aligera de pesadumbres su alma. A estas alturas del espectáculo da igual que nos endilguen un reality de procaces danesas que un estilizado desfile de moda parisina. Al programador le trae al fresco ofrecer una sesión de alta cocina que un encarnizado debate sobre el colonialismo cultural de los Estados Unidos del bueno de Obama. Hay que rellenar: hay que ocupar minutos: hay que reclutar adeptos: hay que fidelizar feligreses: hay que impedir que una excesiva reflexión sobre lo que vemos haga peligrar el hecho mismo de estar viéndolo. Todo convenientemente tamizado por el filtro dionisíaco de la publicidad, que todo lo embadurna de mediocridad y de paganismo cultural. Vean (si no) cómo una marca de lácteos o de neumáticos o de crema anti-edad subvenciona nuestro ocio y cómo aceptamos la invasión con tal de que no nos retiren la golosina. En digital y alta definición, por favor.
Pero casi nada de esto sucedía cuando David Frost, un avispado showman de la televisión británica, decidió poner entre las cuerdas a Richard Nixon y ese espectáculo, que preconizaba con inteligencia y sin pirotecnia, lo que estaba por venir constituye el verdadero fondo de la última película de Ron Howard, alejado de Dan Brown por unos instantes (aunque sepamos que ya haya regresado y filmado la deprimente Ángeles y demonios) y metido en la dirección bravamente, con desparpajo, mirando de cara a la crítica y diciendo algo parecido a Eh, que yo también soy un cineasta de raza.
Frost/Nixon maneja con pericia la escenografía de una trastienda: en realidad, el desafío al que hace mención el título español es únicamente el clímax necesario, pero no la sustancia del film. La complejidad de la trama política que subyace bajo la figura de Richard Nixon y del Watergate impide que el espectador desavisado, el que accede a la película sin el bagaje cultural preciso, pero este carencia no desaconseja su visionado. Howard, en poco más de hora y media, revisa un hecho histórico en el periodismo (las entrevistas en sí mismas) y lo convierte en un espectáculo cinematográfico brioso, al que se le pueden imputar males menores, pero jamás la etiqueta del tedio.
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Frost/Nixon discurre fluidamente y no decae en ningún tramo: su cartesiana maquinaria narrativa, apoyada en un milimétrico guión y conducida en escena por (sobre todo) dos actores con recursos y poseedores de un rango mayor de matices y de inflexiones gestuales, de mimo hacia unos personajes nítidos, sí, pero cargados también de dudas, de aspavientos. Nixon (un formidable Frank Langella) está caracterizado, antes que como político corrupto o como vividor amante del dinero, como un ser humano, que nos ofrece un rico muestrario de debilidades, franquezas y errores. Frost (también un gran Michael Sheen, antes visto como eficiente Tony Blair en la estupenda The Queen) contribuye con un muy británico modo de ocupar la escena, sugiriendo más que ofreciendo. Algún personaje secundario fácilmente prescindible (la amiga de Frost) o la incómoda sensación de que ya sabemos qué final nos aguarda son los dos únicos obstáculos (y lo son muy tangencialmente) visibles. En lo demás, Howard rinde un sincero y eficaz tributo al medio televisivo al tiempo que explica (sin excesiva injerencia) las razones morales de un político controvertido y bajo cuyo mandato el siglo XX reformuló algunas conductas sociales y definió otras como el liberalismo, el movimiento hippie o la definitiva (y ahora acelerada) primacia de lo laico sobre lo religioso en los Estados Modernos.
A la pieza teatral de Peter Morgan, llevada a escena por los mismo Sheen y Langella, se le añade una muy inteligente reflexión sobre la fascinación de la imagen que registra la cámara televisiva. Especialmente remarcable (por emotiva, por elucidadora) el comentario de uno de los asesores de Frost cuando refiere cómo el rostro del derrotado Nixon, en el último round dialéctico, exhibe el dolor, la serena certidumbre de que el combate ya ha dado un ganador y cómo la imagen aprehende (atesora, tutela, recluye) el gesto descompuesto, la anuencia final. Antes hemos asistido a una noble velada pugilística. Hay suficientes evidencias de que al director le ha parecido muy correcto recrear en su set de rodaje la coreografía de un combate de boxeo: está el púgil y están los secundarios que le aconsejan que acometa tal o cual golpe, que no se deje intimidar contra las cuerdas terribles del verbo, que no se apacigüe en exceso y demuestre, a renglón seguido de una acometida estrictamente protocolaria, la firmeza de la pegada, la capacidad de reacción, la recia musculatura dispuesta a noquear al intimidado adversario.
Y si hay un fiable testimonio del paso de Nixon por la Historia del siglo XX es (como bien sentencian en el film) la creación del sufijo gate aplicado a todos los chanchullos administrativos, judiciales o sencillamente políticos . Ese es el legado del ambicioso y trapichero Nixon.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Magnífico texto. Me entran ganas de zambullirme en una historia que, por director y cosas de la apetencia, no me seducía. Ron Howard es un niño con cámara, un simple. Supongo, por lo que leo, que habrá madurado. Está en la carrera de los Oscars...sé que no es garantía de calidad, pero habrá que darle un margen de duda.

Me da la sensación de que podría recordar a aquella de Clooney en blanco y negro...Buenas noches y buena suerte. También hablaba de política y de televisión, o de política en televisión, de todo eso tan yanqui.

Un saludo.

Anónimo dijo...

Me cuesta creer que Howard no haya metido su afán de protagonismo en medio de la película. La veré, convencido estoy de ello (más después de leer tu reseña), aunque me cueste creer que el rigor le haya vencido al efectismo.

David Frost es un ídolo para mí desde casi niño. El orgullo le hizo sacudirse el aura de periodista simpático y afable para entrevistar al villano que creía estar por encima de todo y todos. Le acorraló, después de muchas horas, y le sacó aquella memorable frase: "No es ilegal si lo hace el presidente". No tuvo miedo pese a que las presiones exteriores eran fuertes. Le plantó cara al ogro y le venció. El material es de primera, Emilio. Hace mucho tiempo que debió hacerse una película con esta historia. Langella, por cierto, dicen que está espectacular. Carne de Oscar, aunque a él se la sude este tipo de vanalidades.

Emilio Calvo de Mora dijo...

Hazlo, Tomás. El margen de duda está justificado. Ron Howard es un niño con cámara, sí. Uno del tipo que engolosina a quienes no son muy cinéfilos, en mi opinión.

No hay protagonismo, briznas del ego gordo que tiene que tener este muchacho. Supongo que tenía en la recámara (en la manga, en el cajón, en la caja fuerte) los planos del Vaticano. Sí, ya está enfrascado (Tom Hanks included) en otra de Dan Brown. Ohhhhhhhhh.
Mientras, frostización.
Tu cultura es insondable, como los caminos de Dios. No es coña ni halago gratuito, Álex. Y sé que me dirás que no, etc. Yo no tenía ni puñetera idea de quién era este mozo y qué hizo. Ya me he informado. Buen güiken.

Anónimo dijo...

Me aburrió enormemente, Emilio. Suelo coincidir contigo en muchas de tus reseñas, como te gusta a ti decir que son, pero aqui no coincidimos. Si no fuera por la actuación de los dos protagonistas, tan buena, no hay por dónde coger la historia. Demasiado evidente. No hay emoción y hay ratos incluso en que te aburres. Yo por lo menos me aburri y eso es lo que cuento. Saludos, compañero. Hago una página y cuando la tengo te paso la dirección si te parece para que entres y me cuentes qué te parece. Saludos.

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