25.11.24

Amy

 




Hay amores difíciles. Los tienes a mano, sabes que el corazón te inclina a ellos, te borra toda posibilidad de que la cabeza argumente y te ponga los pies en el suelo y no haya paseo por las avenidas ni besos en las calles oscuras. Lo bueno de que el amor sea inalcanzable es que puedes hacerlo durar toda la vida. Hay algunos amores carnales, tangibles, de una realidad insobornable, que flaquean a poco que echan a andar o se vienen estrepitosamente abajo cuando la rutina los baña con toda su gama selecta de jabones mediocres, sin el olor deseable, sin el tacto anhelado en la piel. Podemos aliñar ese idilio platónico con esquelas funerarias. Si el objeto de nuestro desvarío muere y, sobre todo, si la muerte acaece en edades tempranas, el amor se acrecienta, adquiere una solidez que rivaliza con los otros, con los amores cercanos, con los que organizamos las vacaciones de verano y hacemos la lista de la compra del súper. En cierto modo uno quizá lo que ande evitando sea esa desconcertante aventura doméstica que consiste en pagar los plazos del lavavajillas, cuidar de que los hijos vayan bien aseados y vestidos y que la hipoteca se salde en el menor número de años posible. Nada de eso sucede con las divas del soul a las que de pronto reconocemos como el amor privado, el amor imposible, el gran amor que no será nunca factible. En el caso de Amy, en ese cráter lúbrico y blasfemo de sexo, drogas y hermosas canciones de los años cincuenta, canciones negras y untosas al oído, la cosa se complica extraordinariamente. No se nos ocurre que podamos soportar su voluble manera de mirar cara a cara la vida. Se desvanecería la pasión, se dormiría en la cama, cuidando de que no nos sobresalten las pesadillas, el olor a sucio que tiene el cuerpo cuando no se le conceden los cuidados que calladamente exige. Queremos, en el fondo, mantener alejado al amor que encarna Amy. Deseamos una existencia sin sobresaltos. Le pedimos a la vida que nos alivie cuando nos hiere, pero aceptamos que un poco de daño es aceptable. No hemos venido al mundo a vivir en un carrusel de alborozo, decía la canción. La cosa es que tampoco sabemos muy bien a qué hemos venido, si hay un propósito, aparte del encomiable de acostarnos por la noche con la conciencia tranquila, el trabajo hecho y el pecho henchido porque hay un lugar en el mundo que nos pertenece.


A Amy Winehouse no le tocó en suerte pertenencia alguna. Las que tuvo las fue arruinando, se obstinó en que ninguna prosperara. Se despeñó en otro carrusel, el de las drogas, tan conocido. La noticia de su muerte no fue un verdadero acontecimiento. Estaba muerta, a decir de quienes estaban más o menos al tanto de su ajetreada vida. Ella misma, imagino, también pensaría en que la muerte la rondaba por las noches o al romper el día, no sé. Mientras ese momento terrible no se presentara, vivió con la velocidad con la que suelen todos los que saben que el final está cerca. Fue una maldita en vida, no hizo falta que se ganara ese atributo mítico cuando la acogió la tierra. Todos los que la quisimos de una u otra manera no entendemos de malditismos. Oímos esa palabra y no sabemos ir más allá de dos o tres tópicos. El arte tiene siempre mártires para que toda esa mitología continúe fascinando a las generaciones siguientes.  No hemos nacido para ser malditos a tiempo completo o para ser la pareja de quien de verdad ha decidido que ése es el camino correcto o el menos aburrido. La vida, en cuanto tiene ocasión, se abre paso, nos pone la sensatez que en ocasiones rechazamos, y la abrazamos y pensamos que está bien mirar a los malditos desde una buena butaca, frente al televisor 4K, de pantalla muy negra y contrastes altísimos. Asistimos al pasaje luctuoso de la diva a la que amamos un tiempo, cuando sacó un disco maravilloso y pensamos (escuchando su voz, teniendo conciencia de lo buena que de verdad era) que a veces se hace insoportable la fama o que la vida, la de los otros, quiero decir, no se parecería en nada a la nuestra. Como si todos estos muertos insignes, tan brillantes, no se miraran al espejo por la mañana y se hiciesen las grandes preguntas, las que nos hacemos de cuando en cuando nosotros, si no saldrían a la calle a comprar el pan y se sorprendieran de que valiese un poco más que ayer y si no tendrían también gente a la que admirar, de la que enamorarse y por la que sentir, cuando murieran, un pena honda, como la que yo sentí hace unos años cuando me enteré de que había muerto Amy Winehouse.


Lo asombroso del talento es que no precisa cambiar nada sino que se puede limitar a copiar patrones y hacer que parezca todo nuevo. Interviene la calidad del material que se rescata. Puedes tocar un clásico del jazz sin modificar una nota, sin que intervenga la moda imperante. Puedes escribir un soneto como si fueses el mismísimo Petrarca, perdonad el atrevimiento. Amy Winehouse es la Billie Holiday o Aretha Franklin del siglo XXI. Le sobra talento (conjugo en presente, como si viviese todavía) y se le nota a gusto con el repertorio. Su voz suena creíble y, por momentos, pareciera que estamos en Detroit y que un jukebox de un motel de carretera estrena hits de la Motown que una negra adolescente baila con una botella de Coca-Cola en la mano. Como si las Ronettes reviviesen su esplendor. El soul ha regresado: tal vez nunca se fue, pero estaba agazapado en distorsiones, escondido en melodías pop, a la espera de recuperar el cetro perdido. Politoxicómana, bulímica, anoréxica, depresiva, insegura, problemática. Todos esos adjetivos (ninguno feliz) la esculpieron a fondo. Tal vez fuese lo que fue e hiciera lo que hizo por cargar con todo ese peso de tragedia. Si hace todo esto presa de su particular alquimia narcótica es que es de verdad una excepcional artista, una gema absoluta. El resto es la galería del morbo, la sórdida evidencia de que el genio casa bien con los excesos o que quizá ambos sean la misma deslumbrante cosa. Su peregrinar a clínicas de desintoxicación sólo incorporan flashes a la biografía. La experiencia en el lado oscuro alumbra prodigios vocales, letras heridas y bases rítmicas dignas de figurar en una antología sublime del soul de los cincuenta.


Rehab, esa intoxicada declaración de principios, ilumina el sendero por el que discurren las convicciones más íntimas de la diva: "They tried to make me go to rehab but i said 'no, no, no' ". El resto no difiere de este estallido de dependencias, adicciones y demás conglomerados emocionales de depresiones, desencanto y rebeldía. Amy asume los riesgos, depone toda actitud conciliadora y se tira de cabeza a los titulares incendiarios de The Sun o a las revistillas de chismes que han encontrado en esta bruja inspirada el vellocino de oro. La industria del ocio requiere exvotos de este calibre: gente sacrificable que acumulan méritos para engrosar el índice de mitos. Amy Winehouse entusiasma por su chulería: al fin y al cabo es ella la que se despeña, la que embota nuestra capacidad de análisis y fomenta la sospecha de que tan sólo está siendo iluminada por las luces de la fama. Cuando su esplendor se desvanezca es más que probable que tengamos un voluntario lo suficientemente atolondrado e ignorante como para empantanar su futuro a base de chutes de heroína, ingestas masivas de alcohol o rayas infinitas de coca. He dicho uno: tendremos un ejército. Es cosa de que alguno descolle más y merezca portada en Rolling Stone o el honor de tener algún número uno en el Billboard. Por debajo de la diva cochambrosa (esa imagen da, ese aspecto alimenta) está su música maravillosa, el difícil equilibrio entre el respeto a la tradición de la Tamla Motown y al riquísimo patrimonio de sus éxitos y la metódica prospección de mercado que su sello y sus productores (debe tener una caterva bochornosa de intermediarios, figurines y hasta consejeros médicos y espirituales) hicieron para calibrar el impacto de un disco vintage, ajeno a la demanda de una juventud (que es la que compra discos a tutiplén a pesar de las descargas o el streaming) huérfana de símbolos y embrutecida por una educación musical diseñada en laboratorio, planeada para bombardear las memorias de los móviles y reventar el aire con eternas transferencias bluetooth con pitido final a modo de orgasmo tecnológico. Amy iba a otra cosa (ahora paso a conjugar en pasado) y la conclusión fiable es que era también de otro tiempo. Una especie de anomalía festiva. Una cabeza clásica en un envoltorio contemporáneo. No pudo (no quiso) llevar una vida tranquila. No le convendría, no sabría, no le gustaría cuando la tuvo. Se la llevó una ingesta masiva de vodka, pero podría haber sido cualquier otro accidente narcótico. Era de una honradez ejemplar. Su vida privada no necesitaba serlo, pero sí su coherencia musical, aunque la traicionara a veces (más de la cuenta) el subidón de las drogas y no diera con la compostura en un escenario. En el estudio Amy era una artista más entera. Disponía de tiempo, no daba la cara, podía refugiarse en cierto anonimato. En el fondo, quizá no aceptara la fama y se metiera muy adentro cada vez que cogía un micrófono o se daba la gran vida en los pubs londinenses. Mi vida puede descarrilar, pero dejadme que os cante algo, parece susurrar. Esta judía británica es sofisticada. No hace lo que otros, lo que nadie. A veces suena a Nina Simone o a un Tom Waits sin embrutecer del todo. A veces suena a algo que no se conoce. Como si escucháramos soul por primera vez. Como si las canciones importaran una vez más. Se fue pronto. Qué malo eso de tener que conjugar en pasado

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