27.11.24

En el Día de los maestros

 




Leí hoy que hay gente que no sabe qué hacer con su vida, pero sí con la tuya. Parece un chiste, una ocurrencia, pero hay que prestarle atención a todo lo malo que encierra. Tenemos el vicio de saber qué conviene a los demás o percibir con absoluta nitidez cuándo equivocan el paso, pero no el de mirar hacia adentro y obrar con la misma agudeza con la que procedemos con lo ajeno. No es algo que diga uno sin conocimiento. Hay ocasiones en que cae en la cuenta de que recomienda a los demás lo que nunca acometería en beneficio propio. Recuerdo eso de que todo el mundo va a lo suyo, menos yo, que voy a lo mío. A mis alumnos, cuando tercia o conviene, les pido que piensen en cómo son, en si pueden decir qué hay de buenos en ellos y qué de malo. Tardan en sincerarse, no siempre arrancan con franqueza, pero lo hacen con decisión, abriéndose el pecho a manos llenas, no dejando nada oculto, permitiendo que los demás entren en su alma pequeñita todavía y la conozcan. Es lo que tiene ser niño: se es cruel y tierno a la vez, se combina en armonía la inocencia y la tiranía. Sorprende que se culpen de no haber hecho lo que deberían, da igual que sea una tarea que debían entregar o una norma de aula que debían cumplir. 


Se le encomiendan a la escuela trabajos que las más de las veces deben ser abordados en casa. Nosotros sólo debemos cuidar de que no flaqueen esos valores con los que nos lo entregan, que ya deberían venir conformados cuando pisan el aula. Son tantas las tareas que se nos asignan que no sabe uno cuál priorizar y, por falta de tiempo, cuál apartar o, de vez en cuando, censurar incluso. Suelo decirles que lo menos importante es que sepan cómo analizar una oración, sumar fracciones con distinto denominador o pronunciar con pulcritud la canción que estamos aprendiendo en inglés, que es más importante ser responsables y valorar el trabajo, respetar a los demás y tolerar la diferencia que muchas veces nos separan y hace que la convivencia se desgracie. Me esmero, en lo que puedo, no sé con qué fortuna, en hacer de ellos buenas personas, a la par que enseño lengua o inglés o matemáticas. En ese esfuerzo por educar también uno se educa. No es algo que dejara de hacer, siempre hay oportunidad de hacer las cosas mejor y la manera en que tratamos a los alumnos nos hace pensar en si de verdad lo hacemos o tan sólo cumplimos con lo esperado, sin ahondar, sin dejar que esa educación impregne y cale. 


Hay maneras de combinar esos dos encargos, el de la formación y el otro, el de la educación. Creo que una parte fundamental de nuestro bendito oficio es ésa, la de educar, la de evitar que caigan en los vicios que se ven afuera y no insulten, ni agredan a quien no comparte sus ideas, ni hagan apresurados juicios de valor sin antes haber comprendido las razones que arguyen quienes no piensan como ellos o que tengan una idea de la justicia (o de la tolerancia o de la dignidad o del trabajo) que a veces no aparece en la medida en que uno quisiera. Es tan fácil (y tan recomendable) pensar distinto. 


Uno de los problemas de esta sociedad (me atrevo a decir que tal vez el más acuciante) es el de no tolerar lo diferente. Lo hacemos por pereza intelectual, por no ponernos en lugar del otro, por no evidenciar en demasía que nuestro comportamiento es circunstancial y no está sustentado por convicciones sólidas, de las que se defienden y (ahí está el problema) de las que puede uno prescindir, llegado el caso, si las del otro de pronto nos parecen admisibles, razonables, fácilmente integrables en nuestro constructo moral. Andan los gobiernos poniendo y quitando áreas, abriendo y cerrando acuerdos sobre qué ley será mejor para administrar con eficacia (y también con futuro) la escuela. Lo hacen a ciegas o lo hacen sin mirar bien, una de dos. En cuanto se estén quietos y dejen que una ley se asiente en su ejercicio y se consolida, esto empezará a funcionar. Mientras haremos probaturas, ejercicios malabares, bailes de salón para que todo parezca musical y divertido, pero no se harán las cosas bien. 


Tendremos (seguiremos teniendo) alumnos que no dicen buenos días por la mañana, ni levantan la mano para solicitar que se les permita decir algo; tendremos ciudadanos (hemos pasado del estado infantil o adolescente al plenamente cívico) que agreden a sus parejas, a las que en teoría aman y con las que encaminaron un camino de prosperidad sentimental juntos. Seguimos con la escuela: da igual la cantidad de programas que se implementen para que los alumnos sean educados, tolerantes, cívicos, respetuosos y conscientes de la dignidad de los otros, de su libertad (que no debe ser vulnerada) o de cualquier consideración de índole social o sexual o religiosa o política. Se puede cargar el horario de las clases con actividades que conduzcan a paliar todas esas desigualdades, pero no servirá para nada ese esfuerzo (a veces intenso, muchas veces baldío) si no se secundan en casa, en el entorno protegido de la familia, en esa cápsula de intimidad en la que se fijan tan indeleblemente los rasgos de la personalidad y que podrán ser consolidados en la escuela, pero no fundados en ella. Imagino que los países que de verdad progresan en estos logros sociales son los que tienen un sistema educativo en el que la escuela es concebida como una especie de templo del conocimiento y de la educación. Qué lejos estamos aquí de esa idea, con qué desaire y rechazo se ve la escuela desde fuera, incluso desde las familias que nos entregan su posesión más preciada, la de los hijos, la del futuro, pero no habrá éxito en ese depósito si la casa flaquea, si en ella no hay otra escuela que complemente a la nuestra. De ahí la importancia enorme de que padres y maestros hablen y se escuchen, expliquen y argumenten, tengan control del trabajo que tienen entre manos y no escatimen esfuerzos para que ese trabajo fructifique. Luego iremos a Marte o decidiremos que nuestra región ya no es del país al que perteneció o construiremos hogares inteligentes, pero el paso primero (más importante que los viajes estelares, las secesiones o la domótica) es dar los buenos por la mañana, levantar la mano cuando uno desea hablar y entender que lo único irrenunciable es que seamos buenas personas. En ese sencillo deseo reside la construcción de una sociedad justa y digna, pero luchamos contra gigantes. Y tienen los puños cerrados y la ira les come. Están en las fronteras de los países, están en las cloacas de las ciudades, están en los despachos de los ministerios, están en las barras de los bares, están en el corazón de la tierra. Quizá vengamos al mundo con el mal en la sangre y todo sea una carrera de obstáculos por extraerlo o hacer que no campe a sus anchas y gobierne a su antojo. Todo está por empezar. Acabamos de abrir los ojos. La luz está conquistando el aire.

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