De la aversión al odio hay a veces poca distancia. Uno empieza sintiéndose indispuesto al escuchar cláxons en un atasco y termina saliendo a la calle con algodoncitos en los oídos. Lo malo de las fobias es que hacen patria en quienes las padecen. Se enquistan, adquieren rango militar, se envalentonan como si tuviesen conciencia. El mismo hecho de que no se puedan argumentar hace que abusemos de ellas. Yo tenía una amiga que se negaba a ir en autobús. Sostenía que no soportaba el mal olor, la cercanía inevitable de los demás usuarios, la sospecha de que un salido se iba a acercar en demasía, mirarla lascivamente, sacarle con procacidad la lengua y cosas así. Iba a pie a todos sitios porque tampoco podía pagarse un taxi, eso en la idea de que el taxista no fuese un desalmado también. Con el tiempo adquirió una fobia nueva. Se negaba a caminar sola. Soportaba distancias cortas. Iba a disgusto a la panadería o al supermercado, pero volvía rápidamente y entraba en un estado de shock al pensar en la posibilidad de que alguien la hubiese seguido y estuviese afuera, rondándola. Hace un siglo que no la veo, pero la imagino en su piso de soltera (no era de novios, quién sabe si ahora estará comprometida o casada, quisquillosa, recluida en su habitación, pidiendo la compra por internet y buscando en el google algún trabajo que pueda realizar en casa). Pero no me extrañaría que estuviese empastillada, gastados todos sus ahorros en consultas de psiquiatras, a la espera de que alguien sane su cabeza caprichosa.
De tanto odiar a las moscas he terminado por parecer un verdadero sapo. Tengo la cara abotagarda y he notado que mi lengua ha crecido notablemente. Tiene la elasticidad de la que antes carecía y los ojos, a decir del espejo, exhiben una anómala exhibición de anchura que no acaba de ceder y va insólitamente a más. Habiendo sido flacucho, ahora poseo unas caderas de parturienta y la panza amenaza con no dejarme ver los pies que ya apenas sirven a la noble función que el santo patrón de mi especie les confió en la noche antigua de los tiempos. Doy unos saltitos ridículos y lo que pudiera parecer una arcada o un eructo es en realidad el sonido que emito cuando intento croar. Lo hago bien para ser un sapo tan joven. Anoche intenté cazar una de las pocas moscas que quedan al vuelo. Estaba plantada en una cortina y me aposté a su vera. Abrí con desmesura carnívora la boca y lancé el músculo recién adquirido. La tragué sin que mi asco chistara. Tienen un sabor extraño, pero me hecho a él. Lejos de asquearme, me fascina esa textura delicada, en nada grosera. Comerlas es un acto de victoria. Como el guerrero que chupa la sangre de la espada al cercenar la cabeza del enemigo. Es tal el odio que les profeso que el hecho de engullirlas hace que me sienta pleno y dichoso. Como el depredador que antes de dar la dentellada final a su presa la mira y entiende que los dos son la cara y el envés de la misma moneda. La calamidad a la que había conducido mis días felices en la tierra (yo era un eficiente profesor de instituto, yo era amigo leal y un buen hijo para mis padres) se estaba transformando nuevamente. Mi dieta ha hecho de mí un ser nuevo y sublime. Soy el sapo macho alfa de la horda de sapos que han ocupado felizmente mi casa. Ya no preciso la rutina de antaño y no salgo jamás a la calle. Soy el puto amo de mi imperio de moscas. Cuando faltan, abro las ventanas y dejo que se airee la basura. Acuden como un ejército a punto de conquistar un castillo. No saben la trampa mortal, el engaño de mis amigos batracios. A mi amiga, la ermitaña con la que arranqué mi historia, se le pasará su fobia. Volverá a montarse en autobús, saldrá afuera y paseará sola. La conozco, sé que no es dada a costumbres duraderas. Lo mío es de otra naturaleza. He perdido ya completamente las facciones humanas. Ayer mismo se atrofiaron casi del todo mis manos. Este escrito es mi último acto enteramente humano. Ya no pienso como un hombre. Estoy todo el día en la bañera, feliz en mi nueva condición anfibia. Además croo de maravilla. A este respecto debo templar mi desatino porque ya he oído por el patio interior quejas de algunos vecinos. Hasta creo que me he enamorado de una sapo hembra que me mira siempre con muchísimo afecto. Nos separa el tamaño. Somos incompatibles. El amor es injusto. Moriré como un sapo solitario. Esta confesión me justificará ante quienes fueron mis semejantes.
1 comentario:
Esta vez me he reído mucho con el relato... es un usted un maestro!! jajajajaj Las moscas son asquerosas y las fobias también! y es muy bueno retomar algo que hemos hecho en su momento con gente que apreciamos, y traerlo nuevamente a la memoria. Saludos
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