Alguien me ha hecho recordar que hoy hace 40 años que falleció Bill Evans, mi pianista favorita, mi hombre del jazz principal, si es que hay que escoger uno, no sé a qué vendrá eso de elegir, cuando no hay necesidad. Hay días en que escucho a Bill Evans en tromba. Programo unos discos y mi amado Marantz los restituye a la realidad con pasmoso ardor. Yo creo que mis cachivaches de música están agradecidos y aprecian mi gusto. Tengo la sospecha de que no son ajenos a los milagros que reproducen. Es más: con determinados discos se percibe un esfuerzo por sonar mejor y airear con más brillantez las notas. Cosas que no se pueden censar ni validar con ningún instrumento. Mantengo con ellos una relación inquebrantable de amor puro, sin fisuras ni distracciones. Ahora suena Nardis, antes My foolish heart. Creo haber escuchado esas pieza cien veces, pero la escucha de hoy me está pareciendo inargumentablemente nueva. No se quiebra la solidez del bajo ni hay fragilidad en el piano ni debilidad en la dulcísima tutela de la batería. Habrá quien descrea de este ardor mío. No es tangible si el que lo evalúa está fuera de campo, lejos del ámbito que cubre la invisible cámara que nos persigue y registra. Estamos a expensas de la sensibilidad que seamos capaces de atesorar. Fuera de ella el mundo es quebradizo y áspero. Bill Evans me asiste. Mi Marantz y mis Bowers &Wilkins (25 años de inquebrantable fidelidad las dos torres de sonido) me conducen a una dimensión etérea de la que conozco aún poco. Se va mostrando, pero no seré capaz de recorrerla entera. Vivir es saber que es inagotable. La música es la perfección estética absoluta. No la alcanza la palabra. Ningún libro (ninguno, y amo cientos de ellos) rivaliza con ella.
Tomado de mi galería de favoritos: Bill Evans es el pianista larguirucho con gafas de pasta, rodeado casi siempre por negros, que fascinó a Miles Davis. Un dios hechizado por otro. También es el pianista tóxico que murió a los 51 años por una úlcera gástrica, según unos, o de una insuficiencia hepática, según otros. Murió hasta arriba de droga, sin que ese desorden (el del alcohol o la cocaína empapando su cuerpo) le hiciera flaquear lo más mínimo o le redujera un ápice su voluntad de tocar y de hacerlo como si no supiese hacer otra cosa en la vida. Probablemente no supo. Duke Ellington, Oscar Peterson, Art Tatum, Bud Powell o Lennie Tristano o, colados ya en su finiquito o principiando éste, Michel Petrucciani, Tete Montoliú, Chick Corea, Keith Jarrett o Herbie Hancock forman el exclusivo club de los mejores pianistas del siglo XX. Sólo Petrucciani blanco. Ninguno tan exquisito en desgranar con virtuosa elocuencia y sensibilidad las melodías. Sólo hace falta escuchar Waltz for Debby o Sunday at the Village Vanguard, ambos en directo y con el mismo trío que embelesó a todos los amantes del jazz: Scott LaFaro, en el contrabajo, y Paul Motian, en la batería. El grado de conversación entre el piano de Evans y el contrabajo de LaFaro constituye (aun hoy) un hito en el jazz (o en la música, por no reducir con etiquetas) y una evidencia de hasta qué punto dos personas en un escenario (tres si somos precisos) pueden compenetrarse al punto de que parezca uno el que está tocando ambos instrumentos. LaFaro fue signado por la tragedia. Murió diez días después de grabar Sunday at the Villave Vanguard en un accidente de coche. Luego Evans encontró a Chuck Israels y por fin, a comienzos de los setenta, dio con otro estupendo bajista llamado Eddie Gómez con el que grabó discos excepcionales como Live at Montreux Jazz Festival, el primero que yo escuché, a comienzos de los noventa, hace una vida, pero ese trío fue el favorito del artista y de la crítica. Si el jazz es imprevisibilidad, improvisación y manejo creativo de las estructuras musicales, Bill Evans fue un músico de jazz perfecto. Dominaba la técnica del piano y remozó la importancia de la melodía. Sus standards son todavía piezas mayúsculas, referencias para otros músicos.
Debajo de esa planta formal y presentable estaba el hombre atormentado, el músico tóxico y sublime. Bill cierra los ojos y adopta ese gesto entre la armonía y el cansancio. Junto con Parker, Baker y Coltrane representa la quintaesencia del genio insoportablemente sensible. Devastado por el abuso de las drogas, sin superar la muerte de su padre, Bill Evans volcó en su piano todo su genio creativo, su digitación portentosa y el dominio de las escalas del jazz y también de la clásica. Inseguro, frágil, destructivo, se refugió en la música. Hizo que todo cuadrara. De una fotogenia que fascinaba, mezclando arrogancia y timidez, expresó su vulnerabilidad, su extrema seriedad, el arquetipo del quebranto que produce a veces vivir, más cuando se tiene el numen, la divina inspiración, el soplo del arte, Él tenía ese soplo, no dejó de tenerlo nunca. Se reía poco o nunca. Era otro al tocar, sin embargo. Conversaba consigo mismo, aprisionaba la esencia de la belleza, exploraba con magisterio el secreto de las cosas, como decía Borges. Bill Evans es la pulcritud. Sostuvo siempre provenir de unas ideas muy sencillas y de unas facultades muy limitadas. Su modestia era enfermiza. Jamás dijo nada de sí mismo que indujera la idea de que se gustaba. No conocía la vanidad, tampoco aceptó los halagos. Salía de los conciertos y se refugiaba en la habitación de hotel: rehusaba el agasajo, no deseaba ser el centro de las miradas. Le sobrecogía la fama. Coltrane, con quien trabajó en Kind of blues, el disco inmortal de Miles Davis y del jazz, el más aclamado y que mayor influencia ha producido, no soportaba esa lentitud, toda su apatía emocional. Tampoco que un blanco brillara entre tanto talentoso negro. A él no le importaba, no le preocupó. Sólo deseaba tocar con los mejores. También que no lo molestaran. Yo toco, disfruto, cobro y me dejan ir, parecía decir. En la foto está pensando todo eso: cuánto queda para sentarme otra vez y tocar. Piensa si podrá retirarse discretamente después y pillar algo sin que nadie le importune ese viaje interior. Quizá toque el vals para Debby, la sobrina más famosa de la historia del jazz. Justo cuando el free-jazz tomaba impulso frente al be-bop, que rompía la hegemonía de orquestas que en los cuarenta y principio de los cincuenta habían gobernado el territorio jazzístico, Bill Evans recuperó la fórmula conocida del trío con piano, pero le arrebató la tradicional primacia del piano consintiendo que el bajo y la batería entablasen un diálogo fluido con éste, intermodulándose, creando atmósferas de una comunicación musical hasta entonces no conocida. Ah, y además fue el músico blanco que dejó plantado a Miles Davis: por agotamiento, por buscar nuevos lenguajes, por volar solo.
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