26.7.20

La mascarilla como costumbre





Se extrema el cuidado a veces sin la conveniencia de la voluntad, como si acatáramos un mandato del que no poseemos información y se nos conminara a no discutirlo y proceder mansamente a su uso. Es frecuente ver por la calle gente que alardea de no cumplir esa instrucción (la de la mascarilla) y deambula con hostilidad, aunque no exhibe maneras violentas, ni siquiera parezca que ande buscando gresca. El objeto "mascarilla" ha desposeído a cualquier otro objeto de la relevancia que detentaba. Puedes ir desastrado, vestido sin armonía de colores o llevar greñas de una cuarta, pero no desentonas (ni incurres en delito) si llevas tapada nariz y boca con la protección homologada que se tercie. Hay quien acude a la Carta Magna y la esgrime para argumentar su desobediencia. Tiene la mascarilla parecido discurso teórico que el ofrecido habitualmente por el burka, la hiyab o el chador, que son prendas conocidas y que han promovido encendidas discusiones en las que se enfrentan (enconadamente las más de las veces) modos distintos de entender la cultura y la libertad, conceptos que suelen ir de la mano y caminar hacia el mismo fin. 

No es costumbre arraigada en nuestra sociedad occidental ir embozados. La cara descubierta ha sido evidencia antigua de no esconder nada y mostrarse con transparencia. Es ese consenso estético (con su interior moral) el que hace que algunos se envalentonen y hagan un conflicto jurídico incluso de lo que no pasa de ser un salvoconducto higiénico. Nos hace lamentablemente iguales la mascarilla, es cierto, pero nos preserva, hace que la sociedad se cohesione con una armonía de la que ha adolecido en ciertas etapas de la historia. La nuestra, la occidental, la capitalista en muchos sentidos, ha hecho que prime lo individual a lo colectivo, por lo que sobre la persona han recaído la mayor parte de las leyes convenidas para entendernos y no desmadrarnos en demasía. No es así: no nos entendemos y nos desmadramos a poco que se nos da pie, pero nuestra educación (que viene de antiguo) nos faculta para quejarnos con jurisprudencia, se puede decir. Ha cambiado el modelo usado hasta ahora para expresar qué identidad cultural preferimos: ahora nos hemos resguardado, escondido, convertido en recelosas criaturas cuya supervivencia ha regresado al patrón primitivo del miedo y de la ignorancia. Como si estuviésemos en plena Edad Media, me dijo ayer un amigo por whatsapp. Es abiertamente contradictorio que la obligación sanitaria nos haga cubrirnos y, sin embargo, prosigamos discutiendo la pertinencia de que el colectivo árabe (el colectivo femenino, curiosamente, por cierto) se tape y contravenga ese mandato tácito de ir por la vida a cara descubierta. La cara no vale nada, podemos concluir. La hemos borrado, el virus la ha desfigurado. La paradoja consiste en que gobiernos de progreso (Holanda, que recuerde) prohibió no hace mucho el uso de cualquier indumentaria que haga invisible el rostro, así como (por extensión) pasamontañas o cascos de moto. 

De cualquier manera, la permanencia de la mascarilla está por encima de cualquier otra consideración, sea de la índole que sea. El argumento sanitario ha destrozado al comercial (la economía hecha trizas, la recuperación financiera fiada a préstamos penosos, toda esa desgracia) y parece poco consistente que un argumento estético prevalezca sobre todos los demás, pero saltan ya alarmas frívolas: gente que se enquista en el deseo de no obedecer y pasear sin protección. Hoy he visto cómo alguien ha insistido en su libertad, en que no se la coarte, ni se le exija vestir (usó ese verbo) de la forma "que le dé la gana al gobierno". Abroncado (con cierta educación) por la concurrencia más intrépida (yo opté por no intervenir, no sé a qué conduce ese épica urbana, la verdad, aunque bien pudiera haberlo hecho) se alejó farfullando soflamas contra los políticos y contra los "borregos" que obedecían las leyes. Decisiones de calado ético, creo yo, son las que cada uno toma para participar en esta guerra extraña en la que andamos. Porque es una guerra, aunque no tenga la interfaz habitual y no haya tanques ni trincheras y de la que casi nadie saldrá indemne. Lo peor (lo lamentable) es que haya quien deambule por el campo de batalla sin saber que la metralla hace su coreografía canalla en el aire. 

Estamos de acuerdo en que estamos a las puertas de un nuevo escenario social, pero habrá que contar con las disidencias habituales, con los desavisados, con los escépticos y con los suicidas. Cada vez que la televisión informa de estadísticas, pienso en lo mismo: los números no nos afectan, estamos inmunes a su traducción, ni siquiera queremos saber en qué consiste ese relato matemático. El acto de ajustar la mascarilla al rostro ya no es un acto de compromiso sino un imperativo legal: la señora que hoy en la cola de la panadería de pronto cayó en la cuenta de que no la llevaba y se encaminó con buen paso a casa para cogerla y regresar a la cola es un ejemplo, pero también quien se la coloca nada más salir de casa, como el que se calza o se pone la bufanda si arrecia el frío. No creo que algo nuestro, representativo de lo que somos como sociedad, se deteriore o pierda con estas novedades de la indumentaria: perdemos más en la retirada de los apretones de los manos o de los abrazos, por no decir besos, tan acostumbramos que estamos a dárnoslos. Es un precio pequeño si la solidaridad logra que todos salgamos enmascarados y rehusemos acercarnos más de la cuenta, como ahora la juventud (esa es la evidencia) hace inconscientemente en reuniones y en fiestas. No hemos pasado todavía la pandemia, pero al ver esta mañana la reacción instantánea de la señora del pan al regresar a casa a por su mascarilla pensé que la mayoría estamos bien instruidos y tenemos completa conciencia de lo que debemos hacer. Por uno mismo. Por los demás. Los descerebrados no ganarán su incivil batalla contra el sistema, pero harán daño. Que cambiemos nuestro modo de pensar, visto lo visto, es irrelevante. No hemos hecho otra cosa que cambiar desde que dejamos de ir a cuatro patas y conquistamos el bendito mundo. Animados por la certeza de que nada dura mucho, conviene consolidar en la cabeza (como un marca) la nueva injerencia textil. No sabemos si regresaremos en breve a la antigua "normalidad", pero ahora toca taparse, embozarse, quién sabe si ese oscurecimiento de las facciones hará que se ilumine el interior y recurramos a las palabras para expresar lo que no exhibe la cara. 

1 comentario:

Anónimo dijo...

tenemos que cambiar el chip y coger otro, nada que preocuparse, amigo Emilio. Es verdad que somos otros cada vez, que nos cambiamos. Gran artículo, en tu onda.
Tomás

Amy

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