Ilustración: Roger Olmos
A veces las casas no sirven, ninguna de sus virtudes valen, nada para lo que fueron hechas cubre o satisface a quien las habita, lo que se aprecia en ellas queda en un plano menor, irrelevante. Hay casas que engrandecen a sus moradores. Otras los hacen pequeños, los aturden. Todas, a su secreta manera, se incrustan en sus dueños. Unas, con más fortuna, se convierten en una extensión de ellos mismos de modo que las agasajan, las invisten de una majestuosidad privada, no siempre exhibible, pero plena para ellos. Son casas que invitan a mirarlas con esmero, advirtiendo la qué hay de único en ellas. Casas que se miman y cuidan con dulces atenciones o canjeables por otras sin que se pierda nada en el trasvase. No son casas de gente con la posibilidad de llenarlas de objetos, sino casas con objetos exclusivos, de los que en ocasiones no compra el dinero. Casas en las que hay música cuando las visitas o en las que un libro de poesía romántica inglesa está antojadizamente dejado sobre un sillón o en las que se respira la vida que se desprende de todas las palabras que se han dicho bajo su amoroso techo. Lo otro, la previsible sección de casas huérfanas de estas sutilezas, son casas también, cómo no, pero sirven para lo que sirven todas: dan cobijo, permiten que tengamos en ellas nuestros enseres y nos ocultan cuando la realidad nos cansa o nos perturba. Quizá lo milagroso sea que la casa esté dentro de nuestra cabeza. Que sea la cabeza la que nos cobije y la que nos dé conforte espiritual cuando esa realidad se obstina en contrariarnos, en apartarnos de la senda que marcamos como la idílica. Es la cabeza la que debe ser cuidada y mimada y tratada con todo el protocolo y el tacto y el amor del que dispongamos. En cierto modo, ninguna casa es nada del otro mundo, ni siquiera la idónea, la que más convincentemente ha respondido a todas las expectativas que pusimos en ellas cuando la adquirimos o a la que más tiempo y esfuerzo le hemos dedicado mientras vivimos en ella. En cualquier momento podemos mudarnos a otra, abandonar sin dolor todos esos objetos con los que la vestimos y que, de alguna manera, pensamos que la harían más cálida o más nuestra. Nada hay nuestro. La única propiedad fiable es el cuerpo, él es el punto de partida y el de destino. De ahí que el elefante de Roger Olmos haya optado por salir de la residencia que le inventaron. Él era más grande que su cárcel. Hay quien es un elefante y no lo sabe. Ignora que su casa le coarta y le aísla. No ha comprendido que la vida de afuera es también un lugar en el que vivir, una casa en la que festejar la propiedad del tiempo. Al final somos únicamente eso, tiempo.
(He descubierto a Roger Olmos gracias a Francisco Espinar. Agradecido)
(He descubierto a Roger Olmos gracias a Francisco Espinar. Agradecido)
No hay comentarios:
Publicar un comentario