26.1.18

Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma mía...



En los Estados Unidos de Trump existe una antigua celebración libresca consistente en elegir qué libros deberían prohibirse. Lo que hacen es consensuar los que no son convenientes por las causas que fuesen. Listar esas causas, argumentar los motivos de la censura, no entra en ninguna de sus actividades: se limitan a censar el mal, en avisar, en poner un lazo rojo bien visible sobre las obras irreverentes o promiscuas o revolucionarias. En estos tiempos de neopuritanismo me extraña que no hayan empezado por aquí a prohibir libros. El modo en que están sucediendo las cosas induce a pensar que esa cruzada empezará pronto. Dirán que son dañinos de un modo u otro, que envilecen a la mujer o hablan desvergonzadamente de Dios (de cualquiera de los muchos disponibles). Hoy en día sería complicado que un libro como Lolita adquiriese renombre o que las instituciones se embarcaran en la empresa de festejar su existencia al modo en que lo hacen cuando otras novelas cumplen años y las escuelas se emperran (a veces abusivamente) en declarar lo importantes que son y lo que nos perdemos si no las abrimos. Lo que hizo Nabokov, en esencia, contarnos las venturas y desventuras de un pedófilo vertidas por él mismo con exquisita sutileza, en la que Humbert Humbert (el depravado en cuestión, por decirlo hirientemente) explica cómo se enamoró de una muchacha que todavía no poseía la edad del consentimiento sexual (nínfula las llamaba) y de cómo lo enloqueció y le hizo descender al más terrible de los desánimos. Los doce años de Dolores serían ahora un obstáculo enorme, insalvable tal vez. Nabokov, el pobre, sería visto mal, peor de lo que fue visto entonces, en 1955. Habría (imagino) grupos de opinión que la rechazarían sin ambages, considerando que no es lectura sana o que su difusión rebajaría la moralidad (la escasa que quede, a decir de ellos) de la ciudadanía, por la que se debe velar y cuidar de que libros como ese no caiga en sus manos. Lolita es una obra maestra de la literatura, una explosión de belleza y de sensualidad, un paseo por el lado oscuro, un descenso (otro) al infierno que cada uno lleva adentro. Porque todos tenemos uno. Los libros, los buenos, hacen bien en evidenciar que ese infierno existe y, agazapado, espera el momento de ofrecerse y perturbarnos. Qué delicia poder sentirnos zarandeados, desplazados de nuestro punto de confort, conducidos a otro, uno seguramente menos fiable, más cercano al vértigo, pero es el vértigo el que hace que el mundo gire, es el asombro puro, es (déjenme, me estoy emocionando) la literatura que sangra la que nos hace mejores, la que nos derriba y nos pone nuevamente en pie. La ambición puede ser también de índole sensual: uno puede desear ser sensible hasta que el alma se le agrieta de placer. Eso (algo parecido a eso) vivió H.H., el personaje inmortal de Nabokov, pero era literatura, era la ficción que se imponía a lo real. El problema, a mi entender, es no saber qué es ficción y qué no o cuando la realidad deja de existir y toma su lugar la ficción, dicho de otra manera. Se tardará en entender que una persona que escriba es una persona y un escritor y no siempre tendrán que ir ambos de la mano. La América puritana de los cincuenta no publicó Lolita. Cuatro editoriales le cerraron el paso o no se lo abrieron, no sé. Fue una pequeña editorial francesa la que se atrevió. Años después fue un libro de éxito discreto hasta que Kubrick la llevó al cine en 1962. Más el libro que la película, Lolita es un triunfo absoluto de la libertad. No porque se recree en lo turbio de la historia que se cuenta, sino porque el tema en sí, lo escabroso de su trama, se eleva por encima de la sociedad y cuestiona al lector (al atrevido lector de entones, al de ahora) la posibilidad de que el amor (ese amor enfermo que Humbert Humbert pide que entendamos a cada momento, en casi cada fragmento, como si estuviera exculpándose o mendigando un perdón que no sabe si merece) triunfe también. Esa ola de puritanismo es mala, es mala de verdad. Hará mal y costará borrar la costra de falsa rectitud con la que ensuciará las líneas de las novelas y las imágenes de las películas.

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