La de ayer fue una tarde que no se pareció a ninguna otra reciente, nada tuvo de ellas. La ocupé viendo cine en casa. No se hacen esas cosas, se dejan para la noche, cuando se clausura el vértigo del día y uno se concede ciertas licencias, la de dedicarse a uno mismo o la de no pensar en nada de lo que hizo durante la jornada y esmerarse (en lo que se pueda) en desconectar, en dejar que otros nos cuenten las cosas y no ser nosotros quienes lo hacemos o en no permitir que nada sea contado. En parte, se trata de eso: de contar o de que nos cuenten o que ninguna de esas situaciones suceda . Hay ocasiones en que se prefiere no hacer esfuerzo alguno o hacer los mínimos. Importaba escasamente con qué amenizar la tarde: era más la sensación (fiable y gozosa) de disponer despreocupadamente de ella. No tuvo desfallecimientos, caídas de tensión espiritual: discurrió con absoluta parsimonia, como si el artero a veces engranaje de las horas no me comprometiese a nada laborioso, como si el tiempo obrara a entero favor mío y yo lo guiara y tuviera propiedad de su antojadizo mecanismo de funciona miento. No siempre es así, ni las tengo conmigo para esperanzarme en que ese dispendio emocional me tomase en consideración y pudiera, en adelante, exigirle un futuro trato favorable y duradero. Vi It, la puesta de largo de la espléndida novela de Stephen King, novela por la que siento una debilidad antigua. Me satisfizo y me enfadó a partes iguales. Pagué una deuda que tenía conmigo mismo. Ahora estoy pagando alegremente otra. He paseado el centro de Córdoba, he ido solo, escoltado por jazz en mis cascos y en mi cabeza. Billie Holiday se me ha confesado en diez o doce canciones perfectas. Luego he comprado el libro de una amiga (Las madres negras, Patricia Esteban Erlés, Galaxia Gutenberg) y ahora escribo mientras bebo una cerveza y fumo en una terraza animada. Estoy siendo hospitalario conmigo mismo. Me estoy ocupando de mí. No porque los muy amados míos no lo hagan, sino por amor propio, por egoísmo puro, porque ahora no tengo a nadie más a mano o porque nadie tal vez comprenda de qué va la trama de las cosas. Ni yo pretendo aclararla.
20.1.18
Amor propio
La de ayer fue una tarde que no se pareció a ninguna otra reciente, nada tuvo de ellas. La ocupé viendo cine en casa. No se hacen esas cosas, se dejan para la noche, cuando se clausura el vértigo del día y uno se concede ciertas licencias, la de dedicarse a uno mismo o la de no pensar en nada de lo que hizo durante la jornada y esmerarse (en lo que se pueda) en desconectar, en dejar que otros nos cuenten las cosas y no ser nosotros quienes lo hacemos o en no permitir que nada sea contado. En parte, se trata de eso: de contar o de que nos cuenten o que ninguna de esas situaciones suceda . Hay ocasiones en que se prefiere no hacer esfuerzo alguno o hacer los mínimos. Importaba escasamente con qué amenizar la tarde: era más la sensación (fiable y gozosa) de disponer despreocupadamente de ella. No tuvo desfallecimientos, caídas de tensión espiritual: discurrió con absoluta parsimonia, como si el artero a veces engranaje de las horas no me comprometiese a nada laborioso, como si el tiempo obrara a entero favor mío y yo lo guiara y tuviera propiedad de su antojadizo mecanismo de funciona miento. No siempre es así, ni las tengo conmigo para esperanzarme en que ese dispendio emocional me tomase en consideración y pudiera, en adelante, exigirle un futuro trato favorable y duradero. Vi It, la puesta de largo de la espléndida novela de Stephen King, novela por la que siento una debilidad antigua. Me satisfizo y me enfadó a partes iguales. Pagué una deuda que tenía conmigo mismo. Ahora estoy pagando alegremente otra. He paseado el centro de Córdoba, he ido solo, escoltado por jazz en mis cascos y en mi cabeza. Billie Holiday se me ha confesado en diez o doce canciones perfectas. Luego he comprado el libro de una amiga (Las madres negras, Patricia Esteban Erlés, Galaxia Gutenberg) y ahora escribo mientras bebo una cerveza y fumo en una terraza animada. Estoy siendo hospitalario conmigo mismo. Me estoy ocupando de mí. No porque los muy amados míos no lo hagan, sino por amor propio, por egoísmo puro, porque ahora no tengo a nadie más a mano o porque nadie tal vez comprenda de qué va la trama de las cosas. Ni yo pretendo aclararla.
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