A este paso vamos a terminar celebrando el aire que respiramos y el suelo que pisamos. Dejaremos de respirar y dejaremos de andar y festejaremos esos dones sencillos de la existencia. Lo que está pasando es que hemos perdido el sentido de las cosas. No sabemos lo que son, no tenemos ni idea de lo que representan. Una de las primeras cosas que hemos dejado por el camino ha sido el valor del esfuerzo, esa consideración antigua (transmitida de padres a hijos, contada con ahínco en la escuela) que consiste en trabajar sin que luego el trabajo devenga un premio. Los premios nos están volviendo locos, dicho de una manera seca, sin adorno. Hacemos lo que se nos encomienda para festejar el éxito cuando la tarea ha concluido. No porque sea nuestra obligación, ni porque el futuro, esa frágil idea con la que se nos tatúa desde pequeñitos, lo exija, el futuro bueno o el malo. depende de cómo nos preparamos, de cuánto llenemos las alforjas de la inteligencia o las de la responsabilidad. Abruma, abochorna, entristece que todo sean, en estos días, fiestas y más fiestas. Tiramos cohetes porque un equipo de fútbol gana un campeonato, brincamos en las calles porque otro no ha descendido de categoría, descorchamos botellas porque un partido político no ha sido barrido completamente por otro y no ha muerto como preveíamos en los comicios de turnos.
Lo que es extraordinariamente grave es ese hábito reciente de las graduaciones escolares. Empezamos celebrando que pasamos de un curso a otro y terminamos creyendo que la vida es una fiesta continua y que nos lo merecemos todo. Festejamos que pasamos de infantil a primaria sin que el festejado, el inocente e ignorante párvulo, entienda ni una palabra del jolgorio. Esa es la primera de muchas. Luego vienen las demás, vienen sin que importe mucho si hemos brillado en su acometida, si hemos sacado notas buenísimas o tan sólo nos dieron un aprobado raspado. El caso es que no nos perdamos la suelta de los petardos, la música festiva y los discursos de rigor. Debe quedar claro que la graduación en sí no es mala: pervierte su sentido la repetición, su uso indiscriminado. Cuenta a favor de ellas la mesura; las distorsiona su rutina. Si a un niño le premiamos con una fiesta cada vez que acaba un grado y empieza otro, acabará exigiendo que se le premie llegar a casa a las dos sin que se le haya puesto un parte de disciplina o sin que el profesor haya anotado en su agenda la evidencia de un altercado en la convivencia o la constatación de que no hizo la tarea de Matemáticas o se le olvidó traer el libro de Inglés. Estamos destrozando una idea antigua y maravillosa: la de la obligación. Llegará un día, a este paso, en que nada será obligatorio. O que lo obligatorio será secundario en el mejor de los casos.
Otro asunto a considerar es el que se extrae de la implantación de ese hábito nefasto en las familias, en la casa, en la conciencia de los padres o de algunos de ellos. El lector avezado puede ampliar la influencia tóxica, la de hacer una celebración sin que un motivo razonable la auspicie, a las comuniones, ahora tan numerosas. Las hay íntimas, prudentes, en todo familiares, que no se salen mucho (todas se salen algo, es el signo de los tiempos) del sentido común o de la mesura. Otras, bien al contrario, rivalizan en pompa y en ornato con algunas bodas de mucho postín. Si todo va a más en esta vida y uno espera que el acontecimiento posterior sea siempre más sofisticado y excelso que el previo, no me entra en la cabeza qué sucederá con esos críos cuando el futuro no les permita abordar una boda que se parezca a la comunión que les regalaron sus padres. Y aquí el lector cristiano pondrá otras objeciones, otros reparos, todos remarcando (supongo) la falta de actitud religiosa, pero no es ése el asunto de este escrito.
No sé quién pondrá el cascabel a este gato. Una de las responsabilidades es de la escuela o de los institutos, no de todas o de todos ellos. Hay centros con dos dedos largos de frente que no aspiran a convertirse en un parque temático de felicidad académica, y se limitan a festejar lo razonablemente festejable. También son las familias las que jalean estas celebraciones. Su injerencia en la vida escolar no sólo aprueba estas cosas, sino que en algunas casos las bendice. Quienes saldrán perdiendo son las graduaciones normales, las legítimas, las que se montan con esmero y tacto a partes iguales. En cualquier caso, el cuidado se debe poner en quien se sube al estrado y recibe la banda o el birrete de rigor. Habría que explicarle dónde acaba ese teatro, cuándo vuelve la realidad. No es entendible que cuando un alumno salga de bachillerato haya tenido cuatro graduaciones. Algunos, más. Quizá el problema estribe en cierta pérdida de valores. Serán los tiempos modernos, será el ir y el venir de las modas, será esa rebaja creciente en la cuota de cultura que se le asigna a la ciudadanía. Porque importa brindar, aunque no sepamos bien el motivo que hacen que los vasos choquen en el aire y vuelen las risas y los abrazos. Todo sea por beber, por reír, por abrazarnos. Ya vendrán tiempos peores y nos morderán con más saña.
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