Pasmo, incredulidad, perplejidad, más: está dronie, que es el palabro con el que se define la fotografía que se hace uno mismo desde un artilugio aéreo no tripulado. No creo que me haga nunca un dronie. Sí que he caído en la frivolidad de disparar desde el móvil y registrar mi cara, sin que ese registro tenga un objeto, sin que haya necesidad de hacer trascender lo que está tan a mano. De la moda del selfie se extrae con facilidad un signo de los tiempos en los que vivimos: la incontestable supremacía del yo, la injerencia del yo en todos los ámbitos, el volcado entusiasta del yo. La novela clásica, la decimonónica muy especialmente, censuraba ese volcado y le daba la mayor de las importancias a la tercera persona del verbo. La actual no es ni novela siquiera, o lo es de un modo disperso, parcial, más entusiasmado en el formato o en la técnica que en el entramado narrativo. Se cuentan menos cosas, pero se cuentan más alegremente, con una más abundante logística. Es el dron el que cuenta los avatares, las circunstancias, sin que exista constancia de que se pringue en lo contado, sin bajar y dejarse contaminar por lo observado. Puedo contar mi vida, podemos decir, sin estar muy cerca de mí. He aquí yo mismo, pero contemplado desde lejos, contado sin roce ni afecto alguno. Esta especie de metaliteratura -aséptica, fría - irá a más y disfrutaremos mucho. No está herida la literatura: no deja de ser un episodio, uno muy interesante, al cabo, en el que la tecnología prorrumpe con fuerza en todos los cánones, en todas las formas de contar el cuento y se adueña del cuento mismo, apartándolo, considerando que lo importante no es la historia sino la puesta de largo de los instrumentos que han permitido su difusión. Mi profesor Luis Sánchez Corral habría disfrutado estos tiempos. Echo en falta tenerlo en la barra de un bar - El Platanín, calle Jaén, Córdoba - poniendo a caldo todas estas banalidades de la industria.
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