Tengo seis discos duros. Los uso a diario, mantengo con ellos una relación que no tengo con casi ningún otro objeto de mi entorno salvo, quizá, el móvil. La idea de que se colapsen no me quita el sueño. Si me lo quitase, tendría que pensar muy seriamente en deshacerme de ellos de inmediato y renunciar a guardar en ellos el material habitual. De hecho es mi relación con ese material habitual de la que ahora estamos hablando. Este diálogo dominical que me ha salido viene al caso porque tengo encima de la mesa, al tiempo que escribo, esos discos. Llevo parte de la noche de ayer y toda la mañana de hoy saneando su barriga, borrando lo que no sirve, comprobando que lo registrado en su arquitectura de unos y de ceros vale la pena de verdad. Vivimos en un mundo donde importa más la capacidad de almacenar que lo almacenado. La caja le está ganando a los zapatos. No sé cuántos gigas de datos (música, películas, fotos, documentos) tendré. No voy a hacer un cálculo. No deseo asociar mis vicios a un número. Prefiero hacer lo de hoy: cotillear a fondo, descubrir cosas que ni sospechaba que anduvieran por ahí (un pdf magnífico sobre Borges, un disco que no recordaba de Stephane Grappelli, un concierto de Van Morrison en muy alta calidad sin referencia alguna) No es la cantinela antigua del tanto tienes, tanto vales. Lo que ahora se impone es el tamaño del receptorio. La idea de que mi vida esté en la nube no me parece malo en absoluto. No poseo nada que otros no puedan mirar sin que yo lo apruebe. El hecho de escribir constata esa voluntad mía de hacer las cosas para que los demás las miren. Los que escribimos lo hacemos para que nos lean. No hay otra forma de considerar ese argumento ancestral. Un disco duro compartido es una especie de escaparate en el que uno se muestra y da a entender qué le conmueve y qué no, de qué pie cojea (siempre hay uno que se malogra en los paseos que se van dando por la vida) y en qué altar nos postramos. Soy privado en los asuntos que no tienen nada que ver con lo que escribo. Uno va diciendo por aquí su criterio y su antojadiza métrica del corazón, pero lo importante, lo verdaderamente relevante, no está sujeto a que se registre en un disco duro o pueda ser vertido aquí, en este bendito editor de blogger. Ayer, tumbado en el césped de una piscina, a la sombra, leyendo a Lovecraft, pensé en lo irrelevante de poseer una biblioteca de dos mil volúmenes o una estantería con todas las baldas llenas de discos. Ya no poseemos cosas. Lo que anhelamos lo encontramos a poco que nos identificamos en una plataforma en la que podemos descargarlo. No entro en si lo buscado es de uso legítimo o es una copia bastarda. No, al menos, hoy. Lo verdaderamente trascendente es que solo necesité una conexión wifi para tener a mi alcance casi cualquier cosa de las que disfruto en casa, en la habitación en la que ahora escribo, rodeado de todos los cachivaches electrónicos (muchos) de los que, en cierto modo, dependo. Visto en detalle, es un asunto triste. Quizá estemos perdiendo algo en todo este confort que las nuevas tecnologías nos están regalando. Yo perdí ayer el placer absoluto de leer el mismo libro que compré en una librería de segunda mano de Córdoba, en la Plaza de la Corredera, hace treinta y pico años. En las montañas de la locura, el libro de Lovecraft en cuestión: en su edición de Alianza con la portada de Alberto Corazón, la clásica, la que los que leemos desde antiguo reconoceríamos sin titubear.
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