Soy lector un poco enfermizo de novela negra, pero no desdeño la blanca, la roja o la que combine, sin estridencias, cuantos colores hagan falta para que yo sienta esa restitución estética, moral e intelectual que consiste en conocer una historia y en admirar la forma en que alguien nos la cuenta. El lado endeble de las novelas, da lo mismo qué color blanden, es que flaquee la trama. Hay históricas extraordinarias a las que les falta un envoltorio digno. Se puede escribir esta apreciación a la inversa: trajes impecables que esconden cuerpos irrelevantes. Leí hace poco que la novela perfecta es la que no se advierte como novela mientras se va leyendo. Como los buenos árbitros en el fútbol: son mejores cuanto más inadvertidos pasen. Dicho de un modo muy concluyente: la calidad lo debe impregnar todo, nada puede descuidarse, ningún ingrediente mediocre debe malograr la excelencia de los otros. Lo que sí aprecio, como lector de novela antiguo, hecho a transigir en ocasiones, en no caer en exigencias mayúsculas que me diezmen la oferta evasiva de mucha literatura, es la novela de rango menor, la que se lee morosamente en la playa, crujiendo el sol en la espalda, distraído sin enfado a poco que la realidad, la de afuera, nos alerte de alguna circunstancia. Leí a Poe en la playa de Fuengirola. Casi todo Poe cayó en la arena bulliciosa, vaciando latas de cerveza o cambiando de postura, en la toalla o en la silla, dejando caer la vista al horizonte puro, permitiendo que los olores empapen la lectura y se integren en la trama. No sé si Poe, tan atormentado, con la bendita locura que lo malquería, es apropiado para leer en la playa. Si el maestro del cuento conviene para el invierno, si el verano trae su propia maleta de libros. Si uno lee sin rubor visible serie B, a cielo descubierto, sin que ese acto infeliz le afee el perfil de lector fajado en lides de más fuste, pero no hay fuste que valga, no hay acto felices o infelices, no hay niño que se pierde en el bosque y aparece treinta años más tarde sin recordar nada de lo que pasó en la floresta. No sabemos nunca qué hace posible el disfrute de esa trama imposible, de la que no se puede esperar gran cosa, e incluso sabemos, antes de leer, que no conseguiremos gran cosa, pero nos embarcamos en la aventura del niño en el bosque, cargamos con la tristeza de los que lo echan en falta, recorremos placenteramente las pesquisas de los que no han perdido la esperanza y esperan que un día, treinta años más tarde, salga del bosque sin saber dónde estuvo, qué aprendió, en fin, todos esos asuntos domésticos. No queremos, en verano, literatura que nos haga mejores personas. Si nos enturbiamos, habrá tiempo de aclararse y de volver a la pureza, pero habiendo visitado el burdel de la calina, las novelas infumables de papel barato, toda esa literatura armada con vísceras, escrita atropelladamente, concebida para que las mañanas en las playas sean perfectas? A ese vamos. En cuanto deje de leer a Borges, con quien llevo un par de meses de amorosa aventura, me arrimo a un bestseller. Ojalá haya niños perdidos que vuelven treinta años más tarde sin conciencia del mundo en el que habitaron. Seguro que no había libros de Coelho en ese limbo maravilloso.
15.7.14
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1 comentario:
En ellas ando en verano, ciertamente. Bien llevado el escrito. Saludos.
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