Llevo unos días aplazando la lectura de un libro. No son estos días los ideales para perderse en él. Tampoco sé cuáles. Me entretengo en cosas frívolas, busco distracciones que no me ocupen del todo. Podría empezarlo y abandonarlo en la página 43. Volver mañana y leer hasta la 56. Esperar al fin de semana para llegar a la 78. Abordajes brevísimos. Hace tiempo que comprendo la dificultad de acometer la lectura de una buena novela al modo en que lo hacía antes. Razono que no dispongo del tiempo de antaño. Pienso que la novela, a pesar de su cálido abrigo, de esa sensación de casa felizmente ocupada, compromete mi ocio de una manera notoria. No es la primera vez que alguna novela fascinante (tantas) me ha robado horas al sueño, tiempo a mis dedicaciones domésticos o al desempeño de ciertas obligaciones sociales. No sé si la novela ha muerto. Imagino que no. Sé que no. Está viva, pero la acechan por doquier, la colocan en una posición francamente comprometida. No seré yo quien no acude a salvarla. No me entiendo si una a mi vera, esperando que regrese del trabajo, en la mesita de noche o en el mueblecito junto al sillón de orejas. Nada como un sillón de orejas para meterse dentro de una novela. El mío ha estado en tantos lugares y ha vivido historias tan maravillosas que a veces me extraña que no haya cobrado vida propia y requiera, como un adicto más, su ración diaria de ficción, su cuota de trama.
La evidencia de que no son buenos tiempos para la lírica. Lo doloroso es no disponer de información fiable sobre la duración de esta travesía. No saber cuándo volverá uno a tener tiempo para enfangarse en esos vicios antiguos. Vi anoche el lomo inconfundible de mi adorada Lolita y me entristeció reconocer que hubo una época en que leía a dentelladas, inconsciente, jubiloso, inocente. No me sucede esto con la música: encontré el recurso formidable del Ipod. Lo llevo encima siempre. Cargado de batería. El disco duro lleno de Bill Evans y de Charlie Parker. No podemos sacar en la cola del supermercado Lolita, Lo-li-ta, y verla otra vez en esos moteles baratos, oliendo a tabaco rancio y a moho ancestral. El escaso rato del que disponemos lo queremos convertir en el mejor de los ratos posibles. No nos rebajamos a leer mala literatura, ver cine malo o escuchar música innecesaria. Queremos siempre tener a mano a Vladimir Nabokov, a John Ford o a Keith Jarrett. Queremos dosis masivas de placer. Por eso duele esa pérdida miserable de tiempo que supone leer libros malos, ver películas malas o escuchar discos malos. Malogramos el apetito con golosinas defectuosas. Se hace uno exigente hasta el desmayo. No transige entretenimientos vacíos. No ver televisión es un síntoma de cordura audiovisual en estos tiempos de penumbra. La tele ha pasado ser un monitor, una especie de receptorio cómplice sobre el que proyectamos todos nuestros vicios. Lo doloroso, al menos en mi caso, es la certeza de que hay cosas que irremediablemente perdemos. No he visto Mad men, y tengo referencias estupendas. Tampoco la filmografía completa de David Lynch, algo quedará por ahí sin ver. No he oído el último disco de Joe Jackson. No he leído poesía húngara del siglo XVIII. Todas esas cosas hermosas se quedan afuera, no se convierte en nada mío. Mi hambre se sacia con viandas a las que concedo la mayor de las importancias. Mi estómago se está convirtiendo en un sibarita. Y pasan los días sin darle la ración diaria de asombro y me voy instalando en la mediocridad del que únicamente ocupa las horas en cumplir trámites ajenos. Nada, en el fondo. Frivolidades de ocioso que quiere serlo más. El verano, que hocica su coppertone granuja en el blog. De lo que me están dando ganas es de volver a leer Lolita, Lo-li-ta. Creo que nunca acabé un libro con mayor sensación de felicidad. Hay libros que te colman una maravillosa vez y los hay que sabes que te van a colmar siempre. Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma mía. Lo-li-ta: la punta de la lengua emprende un viaje de tres pasos paladar abajo hasta apoyarse, en el tercero, en el borde de los dientes. Lo. Li. Ta
3 comentarios:
Me has provocado no sólo querer buscar el libro, sino que llevo gesticulando su pronunciación un rato.
Date un festín. Uno literario, fonético, vital.
Creo que si Lolita hubiese existido, la auténtica, no imitadoras, que hay muchas, habrías matado por conocerla o, quizá, simplemente por contemplarla. :)
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