Buenos días, hoy es primavera y me he
levantado holgazán y aristocrático. Lejos de que me intimide el hecho
de que la semana discurra con esa lentitud de la que se vale para agacharme el ánimo, poco afectado (creo) por haber visto a Aznar en televisión, procurando conciliar mi confianza en el género humano con los titulares de los informativos, me visto con meticulosidad
(casi nunca me fijo en las minucias textiles que a otros les fascinan)
y fuerzo mi humor con la peregrina idea de que afuera el mundo
alfombra sus calles para que yo deposite mi paso. Acabo de
avergonzarme muchísimo por este arrebato de egoísmo puro, pero me
convenzo de que es una canita al aire, que mañana me levantaré con la
resaca habitual, la que da la rutina y el tráfago gris de los días
iguales, y visitaré las calles con la conciencia de siempre, con la
mirada de antes y con los gestos de antaño. Así que bien vale salir hoy
ufano y jovial, afeitado como un galán, atravesado de parte a parte
por el júbilo como si el espíritu de todos las hadas buenas del bosque
de la fantasía y del buen rollito moral me hubiesen elegido para
probar sus poderes. Lentamente la realidad me disuade. Esta anomalía
psicosomática que ha entrado en tromba en mi alma me pide que detenga
el entusiasmo. Me lo dice en susurros, pero no hace falta que se
esfuerce. Emilio, gilipollas, frena. La calle se
esmera en presentarme el caos, el vértigo, la fiebre, el dolor
razonable de los cláxons, sencillas mierdas de perro escoltando mi
descenso a los infiernos de lo urbano. Las calles son el espejo del
alma. Aquello de las alianza de las civilizaciones de ZP debería comenzar a
pie de calle, en las aceras, en las tiendas de ultramarinos, en la cola
del pan, en la bulla de los mercadillos. Haber nombrado a ZP y a Aznar en un mismo párrafo me preocupa. En pocos renglones, a poco que me esfuerce, viene Rajoy o viene Gallardón, que está ahí, a salvo de la quema, contentando al ala dura del electorado, esperando dar el zarpazo en la mesa camilla, dando sus pasitos monclovitas. Pero ya digo que me he levantado aristocrático, holgazán,
señorito de mí mismo y de mis circunstancias, aquejado de alergias
primaverales y consciente de que todo este arrebato es prosa de entresemana,
adorno semántico, la sencilla ofrenda de mi alma al orden cósmico.
Mi amigo K.
me confiesa que cuando él tiene un día así suele perderse en los
libros, en ese confort infinito que dan las historias que te cuentan
otros. Yo nunca supe contar bien las historias porque caigo en el vicio de pervertir absurdamente el sentido que las alumbra, pero tengo la habilidad de
disfrutar y apreciar las ajenas. Las escasas ocasiones en las que he
provocado hilar alguna he sentido el peso soportable del fracaso de
inmediato.
Por eso es bueno de vez en cuando levantarse uno holgazán y
aristocrático, elegir con mimo la ropa con la que vas a visitar las
calles, pensar que no existe en el mundo obstáculo que te impida
sentarte en una terraza de un bar, pedir un café y leer con arrobo de
niño el periódico de la mañana, pasear después el pueblo, observar de
lejos el caos, el vértigo, la fiebre, sin que ninguna de esas
manifestaciones de la tristeza apesadumbren tu dicha pequeñita de
hombre que acaba de conquistar su propia identidad, aunque únicamente
vaya a durar una mañana o un día, a lo sumo.
Mi
amigo K. tiene que procurarme esas certidumbres suyas que tanto
aprecio, esa manera firme de avanzar los días y reconocer la alegría
allá donde se aúpe y nos mire. Me quedo con mi holgazanería
momentánea, el instante deslumbrante de no sentirse abrumado por la
Historia, por la sangría infame de los titulares de prensa, por las bombas devastando Siria, por los pobres del mundo, por
los precios de los limones, por la cara de algunos políticos y por la
impericia de otros, por lo que el futuro nos guarda. K. calla mientras
cierro el texto. Ojalá venga Antonio Machado y traiga la
Tercera República, le oigo mascullar y alejarse, pasillo abajo, con
toda la tristeza como un ejército de algas incrustadas en las suelas
de sus zapatillas de paño. El polen hace desvariar, confunde el tino y
aturde adentro sin pudor ni recato. Anoche, enmascarillado, pertrecho en el sillón de orejas, abastecido de moléculas sanadoras, pensé en la posibilidad de que nada pueda ser enmendado enteramente. Que este dolor que nos ocupa no acabe yéndose. Porque está uno ya un poco cansado de pólenes y de economía. Porque a veces ni las historias que leemos (ahora el libro Leche, Marina Perezagua, Libros del Lince, 2013) remedian el destrozo. Salgo a la calle.
.
.
2 comentarios:
Las historias solo nos narcotizan. La pena es que su efecto dura lo que tardamos en cerrar el libro y volvemos a la sucia realidad. Todo lo que podamos dedicarle a los libros será una panacea. Qué desesperanzado estoy hoy, Emilio. ¿Esas mierdas de perro son flores en contraposición a las palabras necias de los que nos gobiernan? Gracias por tus posts siempre.
Sucia, delirante, también. En el delirio, los libros, José Luis, su magia, el mundo que ofrecen. No estemos desesperanzados, amigo. No, por favor. Un abrazo grande.
Publicar un comentario