8.5.11

Quiero un flexo manchego



No soy un lector infatigable. Lo primero en que pienso cuando últimamente compro un libro es si excede las quinientas páginas, digamos. Quinientas es un número de páginas considerable. Luego observo sin prisa la letra. Si no está arracimada y embebecida  y  va de la hoja a mi ojo en un plisplás o si, oh cielos con albornoz, oh gran secreto de las dulces nínfas, la letra se ofrece escuálida, poco ampulosa, jibarizada y pobre. Tiene ya uno sus años y el asunto óptico no es el que era, y hasta ahí puedo contar.

Me emperro con frecuencia con un género y me siento como en casa. Soy capaz de hacer de la tundra ártica un refugio cálido para las noches de invierno, bien arropado en la cama, a la luz cómplice de un flexo estupendo que me agencié hace poco en Ikea. Es más: leyendo esas tramas de Mankell o de Nesbo especulo con la posibilidad de que haya una conexión entre el flexo, inadvertido artilugio que hace su trabajo con esmero y no me falla en mitad de un capítulo, y la propia esencia del relato. Si el hecho incontrovertible de que lo sueco, es decir, algún tipo de contenido molecular impepinablemente sueco, tutele mi ingreso en el sueño noche a noche podría crear en mi alma una especial simpatía hacia el país nórdico al modo en que, después de leer a Dickens o a Austen, dos de mis favoritos, en un sillón de orejas, cerca de una chimenea, uno cree que lo inglés, lo más acendradamente anglófilo, se las ha apañado para penetrar en la corriente sanguínea, accedido al pasmado cerebro e instalado allí, a sus anchas, entre saltos sinápticos y neuronas torpedeadas por imágenes de Bin Laden, de la señora que compra el pan en bata todas las mañanas en mi calle y la beatificación, oh ríos hechos de horas, oh dardos con los que el tiempo nos derriba, del prelado polaco.

La minoría de libros que últimamente me atrae suelen ser prontuarios de moral, recopilaciones de aforismos, toda esa literatura de consumo instantáneo que termina en un anaquel muy alto y a la que se vuelve muy de tarde en tarde o en la casi siempre desagradable tarea de meter libros en una caja, cerrarla con un buen rollo y subirla al trastero. A la penosa circunstancia de que me esté alejando del noble placer de la lectura se añade una de orden logístico: no cabe un libro más en casa. Se acumulan todavía con cierto orden, pero amenazan con desbordar la rutina cartesiana en la que reposan y caer de bruces al suelo o comerle sitio al mobiliario. Leí una vez que un escritor (Javier Marías quizá) poseía un piso que hacía las veces de picadero culto. Allí atesoraba montañas de libros. Habitaciones repletas de muebles con lustrosas baldas. Libros apilados en el suelo, atados con cuerdas, expuestos y vivos, convertidos en emperadores domésticos. Como mis finanzas no permiten que posea más piso del que tengo, contemplo ese alarde libresco como una excentricidad para amenizar la charla en un bar de copas con amigos cofrades de este vicio mío.

Alguien me dijo el otro día: Emilio, tienes que leer La catedral del mar. Consentí dar por buena la recomendación, pero no exhibí el entusiasmo que suelo. Pensé, al hilo del exitoso tocho, todo lo que no he leído todavía y debiera. Pensé en Pynchon, que ayer mismo volvió a lanzarme una mirada lastimosa desde la mesa de novedades de la librería de El Corte Inglés. Ven, cómprame, dame una oportunidad. Pensé en Ian McEwan (mi amigo Miguel me cambió su McEwan por mi McCarthy: todo muy escocés) y en Martin Amis, en la última novela de Rafael Reig y en El Quijote. Y entonces se reveló la verdad. Supongo que las ideas importantes, las que uno cree válidas y de las que se vale para comportarse con los otros y ser bueno y noble y digno en este mundo, se producen a modo de chispazos. No se elaboran metódicamente. Yo, que soy caótico en casi todo y no puedo estar quieto más de horas en un sitio, me debo a esos voluntos del alma y en base a esas revelaciones actúo. Como si fuese la magdalena de Proust, pensar en La catedral del mar y en mi aversión a leerlo (sin base teórica fiable, no tengo interés alguno en meterle mano) me condujo a Alonso Quijano y a su Sancho. ¿Cómo voy a leer una intriga catedralicia, un best seller absoluto, uno de esos libros que regalan en el BBVA cuando dejas treinta mil euros a plazo fijo o domicilias allí la nómina, cuando todavía no he leído de cabo a rabo, voluntaria y gozosamente el libro de los libros, el sublime Quijote de Miguel de Cervantes?

Y llevo desde anoche con el libro en la cabeza. Instalado en la fibra más oculta. Anulando de cuajo otras inclinaciones de mi yo ocioso. Estaré esta tarde viendo a Fernando Alonso, quinto en Turquía, qué rutina,  y una parte de mi cabeza estará pensando en Cervantes, en los libros de caballerías, en Dulcinea y en los molinos que no eran gigantes. Veré después a Nadal medirse con Djokovic (una tarde deportiva a lo visto) y esa misma parte de la cabeza continuará sintiendo con dureza la falta grave de mi apetito lector, la mancha de mi cultura clásica, el pecado impronunciable, el delito mayor de quien se jacta de haber sido lector voraz, bulímico y pantagruélico hasta el desmayo óptico. Sí, el hombre con su flexo de Ikea a la vera de la cama. El que ha dedicado más horas a leer y releer a Borges, a Poe y a Cortázar que a hacer footing por la periferia de las ciudades en las que ha vivido o a hacer de manitas en un sótano, haciendo bricolage amateur para que mi señora presuma de marido.Tendré que comprar un flexo manchego a ver si me inocula el amor al Quijote.  (Conste que he escrito flexo. El queso ya está endiosado en mi memoria gustativa.) Estará ahí, en ese fluído místico de luz, en esa extensión voltaica, el hechizo, el ardor repentino, el deslumbramiento que preciso para dejar de buscar cadáveres en la tundra nórdica y perderme con el caballero de la triste figura por los campos de Criptana.

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12 comentarios:

Juan Herrezuelo dijo...

Grave problema ése de pensar en las grandes obras de la literatura universal que le quedan a uno por leer mientras dedicas, por esto o aquello, una parte de tu valioso tiempo a una cosita inane “que acaba de salir” y apenas llevas diez páginas sabes que tiene tantas posibilidades de permanecer en el recuerdo de alguien como el acta de una reunión de vecinos. Ah, pero siempre podemos reencontrar a La Maga, o tumbarnos en un sótano a mirar el Aleph, o recorrer una vez más las páginas de El Quijote, que en modo alguno “fuego apartado” es “ni espada puesta lejos”. Un saludo.

Berges dijo...

Si sigues por esa vía sólo vas a encontrar desconsuelo y te vas a perder de golpe, como dice Herrezuelo, clásicos de siempre, que están ahí esperando, esperándote, en lugar de hocicar el ocio, qué le podemos hacer a eso, en best sellers, en superventas que no duran más de un día en la memoria. Es que no tenemos nada más que una vida, y hay que aprovecharla bien.
Saludo repetido.

Anónimo dijo...

Gravísimo, Emilio, pero lo sabrás desenredar. De hecho pienso que te has tirado al mar sabiendo que había un barco dando vueltas dispuesto a recogerte. Escribes con salvavidas, caballero.
Estupendo post. Bravísimo.
Dan ganas de comprar un flexo...turco. Con tal de leer cosas nuevas. Un saludo enorme,.



Joaquín Amaro

Anónimo dijo...

Soy Belvedere, y yo tampoco he leído ni creo que lea el Quijote. Primero porque me lo reventaron en el instituto. Don Félix fue el culpable. Dios lo tenga en su gloria, que buena persona era. Luego está el contexto. Cuesta meterse en esos mundos de lanzas y de molinos de viento y de dulcineas. No tengo razones para mis pocas ganas, por no decir ninguna, pero nunca se sabe. Lo que sí tengo claro es que me gusta leer, pero según qué cosas. No me gusta digamos leer sin más. Leer puede ser un coñazo, Emilio, todo depende de lo que te caiga en manos.
Ahora estoy con cuentos de Saki. ¿Lo conoce usted?
Saludos.

Jordi Navas dijo...

Jaja, qué bueno, yo
quiero tener un picadero culto también. Un piso lleno de libros. Llevar allí a los amigos y hablar de William Blake. Cojonudo, sr. Calvo de Mora.
Buscaré en la red quién hace esas cosas. Da para escribir un cuento por lo menos.
Nos pasaremos.

Anónimo dijo...

Estoy contigo. Me apetece más la última de Stephen King que todo Dostoievski.
¿Soy un animal integral?

Pedro

Miguel Cobo dijo...

Y ya puesto a comprar flexos en Ikea (por cierto, idóneos para leer a Bucay; ¿no notas la armonía lírica, la rima interna "bukólica"?), ¿por qué no compras los libros también en Ikea? Son de madera y huecos, contienen el saber infinito aún no escrito, la literatura universal minimalista sin palabras para el lector global y no solo son decorativos, sino que además, como se abren a manera de caja, permiten guardar las facturas recientes a modo de Summa Artis de la economía doméstica e incluso dinero negro, por si los corralitos.
Mientras te decides o no, lee solo microrrelatos y "universos" (contienen toda la poesía en un solo verso)y se pueden aprovechar hasta en la W.C. (La famosa Wallis Chapel),en lugar de hacer crucigramas o resolver sudokus.

P.D. Chesil Beach solo tiene 184 páginas y una letra que la leería hasta Borges.

Ramón Besonías dijo...

De todas las religiones posibles prefiero la que pregona sin celo ni defensas la república de las letras. El fiel navega fuera y dentro de su templo, sin votos ni consignas. Su dios no es uno, es multitud. Politeísmo ilustrado, sin catecismo ni iglesia. Quien lee, reza sin esperanza de otro paraiso que no sea el que habita, latente, latiendo en su memoria.

De todas las religiones posibles prefiero la biblia profana que duerme en los libros.

Anónimo dijo...

Tú estás hoy tocado de genio, de ingenio, de talento puro, una vez más, Emilio. No es que no hayas leído el Quijote, es que pasaría todo eso en el caso de que no lo hubieras leído, no sé si me explico. Una broma, literaria. Eso creo que es. Grave problema nada. Es que el domingo te ha salido anti-quijote, ya está.
Se despide, Ana.

Rafa dijo...

No me lo creo

Anónimo dijo...

Larrea
Qué libertad poder no leer El Quijote y leer a Murakami, con el que estoy ahora, o leer a Delibes, que me encantó siempre, o no leer en absoluto y luego volver con más ganas y elegir. Bendito el arte de elegir y de saber disfrutar de lo que se escoge. No te rompas la cabeza, querido Emilio, con diatribas filosóficas que no conducen a nada bueno. A marearte sin más. Lee a quien te plazca. Sé que lees a quien te plazca y no te sientas culpable de no ser un fan de Cervantes. Yo, te lo confieso ahora, tmpoco lo soy.

Emilio Calvo de Mora dijo...

Agradece uno este tropel de comentarios. Todos vienen a incidir en más o menos la misma cosa: en que no me autolesione, digamos, en elegir, en no saber a qué acudir, en rechazar una lectura u otra, en saber que peco si no leo a Cervantes o a Flaubert.
Soy de esa república de las letras que nombra Ramón. Letraherido, soy capaz de leer el prospecto de un jarabe y buscarle la literatura. Debe haberla. Es cosa de buscar. Hurgando, aparece la belleza. Todo la tiene. Incluso Bucay, no crean.
Ha sido un exabrupto. Uno entre cien. Hoy mismo, insisto, me pongo a leer al Quijote. De principio a fin. Gracias a todos por vuestros comentarios,.

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