Siempre hay un año de sombras, un vacío inargumentable. Uno en el que los pronósticos sobre la vida no se cumplen y la fortuna se obceca en contrariarnos de una forma canalla y absurda. Cuando se tuerce el camino, tal vez en ese visible momento, es cuando la vida se abre a colores como un atlas, que decía Serrat en una hermosa canción. Dejamos de ser tiernos. Perdemos el pudor. Abandonamos la inocencia. Uno puede cometer el error de pensar que la ternura, el pudor y la inocencia desaparecen del todo, pero en algún lugar, tocando la tecla adecuada, salen de nuevo.
El año de las sombras, el año en que nos dimos el batacazo y la herida en el amor propio certificó nuestro ingreso en el mundo de los adultos no se olvida jamás. Pero las sombras arrojan luz, emiten luz, crean borbotones fantásticos de luz duradera. Mi año de las luces es un disco de Jimi Hendrix, un libro de Poe, una novia flacucha y bolchevique que inventé en un cuento, un sábado por la noche en una fiesta en la que sonaban Tequila, Leño y los primeros Beatles, una letra de una canción de Elton John y (aquí no lo tengo del todo claro) un inesperado desparpajo en merodear el riesgo y en no desfallecer en el manejo de las adversidades, que habían dejado de ser las contrariedades adolescentes de antaño y eran, por el contrario, brumosas y trascendentes como un argumento de Kundera.
El amor se aliaba con mi imprudencia y entre los dos fui recorriendo el trayecto que va de tenerlo todo claro a no poseer certidumbre alguna, que es el signo inequívoco de que se ha madurado y, ante todo, entendido de qué va esto de vivir. Ahora, en una edad talludita, en la certeza de que media vida, al menos, ojalá, ya he vivido, me siento todavía huérfano e ignoro de qué va esto de vivir, aunque disfruto con esa incertidumbre y me voy acercando a la meta sin dejar de asombrarme de las fallas del camino.
El año de las luces, el año del deslumbramiento fue también el año de la poesía, del jazz, del blues, del amor platónico y del amor tóxico, del cine negro y de las escaramuzas etílicas con algunos amigos cómplices. Nada de aquello ha dejado de existir ahora. Prosigue mi amor inmarcesible por la música negra y por los cuentos de Borges. Me conmueven con la misma intensidad los delirios románticos que antaño activaban mi yo lírico, aunque me descubro canalla, herético, crápula en lo posible, sublime cuando me aburre la ortodoxia de las costumbres presentables y me sorprendo pensando mal y acertando.
Disfruto a mansalva con la soledad buscada de mis discos y no niego la visita inoportuna que me devuelva, cuando estoy ebrio en exceso, a la realidad recién descabalgada. Y ahora me flipo con mi blog, con la ventana perfecta para airear mis vicios y apreciar y celebrar los ajenos. Por ellos vivimos. En ellos estamos.
addenda:
La foto que ilustra el post es uno de esos sitios en los que soy absolutamente feliz. Hay otros, pero a este le tengo un afecto inquebrantable.
El año de las sombras, el año en que nos dimos el batacazo y la herida en el amor propio certificó nuestro ingreso en el mundo de los adultos no se olvida jamás. Pero las sombras arrojan luz, emiten luz, crean borbotones fantásticos de luz duradera. Mi año de las luces es un disco de Jimi Hendrix, un libro de Poe, una novia flacucha y bolchevique que inventé en un cuento, un sábado por la noche en una fiesta en la que sonaban Tequila, Leño y los primeros Beatles, una letra de una canción de Elton John y (aquí no lo tengo del todo claro) un inesperado desparpajo en merodear el riesgo y en no desfallecer en el manejo de las adversidades, que habían dejado de ser las contrariedades adolescentes de antaño y eran, por el contrario, brumosas y trascendentes como un argumento de Kundera.
El amor se aliaba con mi imprudencia y entre los dos fui recorriendo el trayecto que va de tenerlo todo claro a no poseer certidumbre alguna, que es el signo inequívoco de que se ha madurado y, ante todo, entendido de qué va esto de vivir. Ahora, en una edad talludita, en la certeza de que media vida, al menos, ojalá, ya he vivido, me siento todavía huérfano e ignoro de qué va esto de vivir, aunque disfruto con esa incertidumbre y me voy acercando a la meta sin dejar de asombrarme de las fallas del camino.
El año de las luces, el año del deslumbramiento fue también el año de la poesía, del jazz, del blues, del amor platónico y del amor tóxico, del cine negro y de las escaramuzas etílicas con algunos amigos cómplices. Nada de aquello ha dejado de existir ahora. Prosigue mi amor inmarcesible por la música negra y por los cuentos de Borges. Me conmueven con la misma intensidad los delirios románticos que antaño activaban mi yo lírico, aunque me descubro canalla, herético, crápula en lo posible, sublime cuando me aburre la ortodoxia de las costumbres presentables y me sorprendo pensando mal y acertando.
Disfruto a mansalva con la soledad buscada de mis discos y no niego la visita inoportuna que me devuelva, cuando estoy ebrio en exceso, a la realidad recién descabalgada. Y ahora me flipo con mi blog, con la ventana perfecta para airear mis vicios y apreciar y celebrar los ajenos. Por ellos vivimos. En ellos estamos.
addenda:
La foto que ilustra el post es uno de esos sitios en los que soy absolutamente feliz. Hay otros, pero a este le tengo un afecto inquebrantable.
2 comentarios:
Ni la luz ni la sombra pueden existir la una sin la otra. Transcurrida la mitad de la vida aún hay muchas, muchas luces en contraste con sombras ya aceptadas. Saludos cordiales.
Se vive en lo que no se tiene, pero también en lo que se tiene. Vivir es lo único que importa. Todo lo demás es literatura. Alguien ya lo escribió antes que yo. Gracias, IOsabel.
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