Hay modas, fiebres de lo banal, que se extinguen con la misma virulencia con la que se imponen. El cine es una mercancía moldeable que se ofrece como el vehículo óptimo para esa propaganda de ideas y de imágenes que, a la postre, busca la pasta gansa y de camino, en la travesía comercial, colonizar mercados, ganar adeptos, buscar en la tropa adolescente nuevos feligreses de la religión recién acuñada. No importan las ideas buenas; tampoco se estila esa antigua honradez de obrero abnegado del séptimo arte: directores con vocación de autor, que imponían una forma de trabajo y esbozaban, en la medida que les dejaban, una impronta estilística. Ahora trasciende el ruido, prima la hipérbole visual, se matizan poco los perfiles de los personajes, que fatigan el metraje sin diálogos de peso, que se exhiben en su cruda naturaleza corporal, sin que importe en absoluto su calidad artística y el grado de involucración en un proyecto. Ahora gana la solidez del trailer, la fundación de una franquicia, la rutina de una cara nueva en las marquesinas, en anuncios en televisión o en las carpetas de las quinceañeras yendo al colegio. Todo el dispendio monetario que haga falta con la condición de que regrese multiplicado. Hay algo excepcional, no obstante, en este runrún mercantilista que empaña el cine considerado como una de las más bellas artes. Fascina su vocación de banalidad pura, su inclinación natural al abastecimiento de imágenes con contenido limitado, pero sobre todo lo que más poderosamente llama la atención es su innata capacidad de adoctrinamiento. Hay un tipo de espectador que comparte con otro el amor por los vampiros o por los magos o por las jovencitas de las escuelas mayores con problemas de hormonas y de acné. Hay un tipo de espectador graciosamente cómplice de esta deshumanizada (por sofisticada, por impostada) visión de las relaciones humanas. Y al hilo de esa nadería cinematográfica asistimos a la creación de un subgénero televisivo, empaquetado con los mismos materiales, creado en idénticas condiciones de supervivencia. Porque de lo que se trata es de eso, de la supervivencia del cine como espectáculo de masas, como circo máximo, como templo del ocio. Nada malo, en todo caso. Por algo se empieza. Nada pernicioso si se accede después a materiales más nobles. Como si empiezas con Umberto Tozzi y terminas, veinte años después, escuchando a Stockhausen. Como si vas de Michael Bay a John Ford. De todo tiene que haber.
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2 comentarios:
Qué viaje, coño, de Bay a Ford, del Tozzi a Stochausen. Qué experiencia. Que bien escribes. Que buenos ratos me das. Que feliz me tienes. Ana, la de siempre.
Me gusta que entres y escribas. El viaje de Bay a Ford es una delicia. Empieza chirriando y acaba en un cielo de un azul íntimo.
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