Una forma de afrontar un día de lluvia: te escondes en un sillón de orejas, buscas en el armario el batín de invierno, enchufas el brasero y lees un buen libro mientras contemplas por la ventana las verdaderas dimensiones del refugio. Es cuando te das cuentas de que la realidad está afuera y de que tú, a capricho de tus vicios, te has instalado en el territorio de la ficción. Entonces empiezas a advertir que no es verdad lo que está pensando. Que no estás en un sillón de orejas, embutido en un formidable batín de invierno, a pie de brasero, a remolque de las letras de un libro. Tú estás en la calle, comprando en tiendas abarrotadas, comido por mil vértigos, perdido en la ciudad como a veces las palabras se pierden en los recuerdos. Sólo es nuestro lo que perdimos, dijo el poeta. Nuestro el refugio visto desde la lejanía, en la intimidad uterina de la literatura y del calor sencillo de un brasero mientras en el exterior, en el afuera sin domesticar, llueve a manta, llueve a cántico, llueve como si fuese la primera virginal lluvia en el paraíso. Y el libro también tiene una ventana desde la que es posible encontrar huecos, refugios, líneas puras de recogijo inmediato, placeres muy elegantemente adornados por el sonido de la lluvia en los cristales. Ahora mismo creo que está lloviendo en todo el mundo.
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