Frecuentaba chaperos, malvivía en su intimidad de poeta concienciado por la política tristona de esos años del tardofranquismo y por la belleza siempre fugaz de las cosas. Hoy hace veinte años que moría de sida Jaime Gil de Biedma y en estos días se airea una polémica revisión de su vida escabrosa, de sus escarceos homosexuales y de su limpio amor por la cultura y por la amistad.
No he visto la película. El título es hermoso: El cónsul de Sodoma. Conozco la biografía de este hombre sensible y cabal. Sé de memoria algunos versos porque los poemas enteros se me resistieron siempre. Ignoro si el biopic de Monleón es en verdad deleznable. A juicio de algunos críticos, así parece. Hoy, en El Mundo, Luis Antonio de Villena lo salva de la quema pública e insiste en lo único verdaderamente importante: que la película avive el fuego de la lectura y las generaciones nuevas busquen los libros de Gil de Biedma y las antiguas, las que lo disfrutaron, recuperen las palabras, esos versos perfectos que todavía producen esa rara felicidad que en ocasiones da la poesía.
Gil de Biedma hubiese sido hoy un anciano respetable, apenas involucrado en la vida literaria del país, encerrado en la remembranza de sus años locos en Filipinas, cuando era joven y la vida empezaba a ir en serio. Luego el amor se deshizo en puñaladas y lo desangró en su Barcelona íntima y, al tiempo, cosmopolita. Outsider, fabuloso polemista, Gil de Biedma era hijo de alta burguesía catalana y era un activista de izquierdas sin que ninguna de esas facetas aparentemente contrarias se resquebrajase o alguno de sus amigos de uno u otro bando le reprendieran por esa doble vida. La llevó bien al punto de que jamás dejó de ser un señorito de izquierdas, pero el señorito era un promiscuo incómodo, uno de esos pervertidos a los que la sociedad biempensante de antaño (la hay ahora y se mueve en los mismos patrones de ceguera moral) despreciaba con un gesto y se prendaba (en la intimidad, en un lugar privado y blindado a la curiosidad) de la alta poesía que practicaba, de sus modos sanos de intelectual con clase, acostumbrado a la gauche divine, que Vázquez Montalbán creía fantasmagórica y vacía de contenidos relevantes.
Borracho, hombreriego, caía en lo sórdido y luego se levantaba, ufano de su condición de artista, y compensaba a los suyos por sus flaquezas y sus desaires con la alegría sencilla de vivir y de encontrar en las pequeñas cosas los grandes placeres. Eso fue Jaime Gil de Biedma en lo que sé y en lo que las letras que escribió en su corta historia literaria ha dejado para el porvenir. Más interesado a veces en comulgar con la carne de la que dependía que la de llevar una puritana y respetable vida de poeta laureado, Gil de Biedma, en la biografía que ha manejado Monleón, Miguel Dalmau (Circe 2004) , el director de El cónsul de Sodoma, es un macho en continuo estado de encabritamiento, presto a amar y a dejarse amar, a buscar en la noche hombres pagados a los que rendirse y a los que luego adorar.
Veré El cónsul de Sodoma en cuanto tenga ocasión y prometo intenta disfrutarla sin que el partidismo de un modo de hacer cine empañe lo importante, la renovación de ese posible mito de la poesía española del siglo XX. Bien está que el cine, aunque sesgadamente, haga de vez en cuando estas cosas: rehacer vidas, recomponer las fatigas de los iconos del arte. Somos muy poco dados en España al biopic, a ese género a menudo vapuleado que intenta, en el fondo, recuperar al homenajeado. Intentar que todo los que no lo conocen descubran qué hay oculto, las razones de su gloria. Y Jaime Gil de Biedma era un poeta absolutamente deslumbrante al que no podemos simplificar en lo biografiado.
Hace pocos días leí un post en la página de un buen amigo en el que trataba de discutir (apaciblemente) con sus lectores sobre la injerencia de la vida en la obra de un autor. Yo podría vivir sin saber que Clint Eastwood, puesto que de él hablaba, era una especie de reyezuelo doméstico, un tirano de andar por casa que imponía su criterio a fuerza de testosterona pura. Podría únicamente quedarme con sus películas. Sentir que hizo esas películas para que yo las disfrutara y para que, en el disfrute, mi felicidad se engrandeciese. De eso trata, también en el fondo, la vida. De que la vayamos adornando, embelleciendo, concediéndole cuantos más placeres y más exquisitos mejor. La vida de Jaime Gil de Biedma fue exquisita, sórdida y exquisita. La vida, en sí misma, sin el oropel de la palabra, que la enfanga, que la pervierte y la escombra, es una preciosa mezcla de belleza y de miseria, de amor y de fatiga, de versos altos y nobles y hermosos y de pedradas en la cabeza mientras paseas y crees que eres inmune al caos.
No he visto la película. El título es hermoso: El cónsul de Sodoma. Conozco la biografía de este hombre sensible y cabal. Sé de memoria algunos versos porque los poemas enteros se me resistieron siempre. Ignoro si el biopic de Monleón es en verdad deleznable. A juicio de algunos críticos, así parece. Hoy, en El Mundo, Luis Antonio de Villena lo salva de la quema pública e insiste en lo único verdaderamente importante: que la película avive el fuego de la lectura y las generaciones nuevas busquen los libros de Gil de Biedma y las antiguas, las que lo disfrutaron, recuperen las palabras, esos versos perfectos que todavía producen esa rara felicidad que en ocasiones da la poesía.
Gil de Biedma hubiese sido hoy un anciano respetable, apenas involucrado en la vida literaria del país, encerrado en la remembranza de sus años locos en Filipinas, cuando era joven y la vida empezaba a ir en serio. Luego el amor se deshizo en puñaladas y lo desangró en su Barcelona íntima y, al tiempo, cosmopolita. Outsider, fabuloso polemista, Gil de Biedma era hijo de alta burguesía catalana y era un activista de izquierdas sin que ninguna de esas facetas aparentemente contrarias se resquebrajase o alguno de sus amigos de uno u otro bando le reprendieran por esa doble vida. La llevó bien al punto de que jamás dejó de ser un señorito de izquierdas, pero el señorito era un promiscuo incómodo, uno de esos pervertidos a los que la sociedad biempensante de antaño (la hay ahora y se mueve en los mismos patrones de ceguera moral) despreciaba con un gesto y se prendaba (en la intimidad, en un lugar privado y blindado a la curiosidad) de la alta poesía que practicaba, de sus modos sanos de intelectual con clase, acostumbrado a la gauche divine, que Vázquez Montalbán creía fantasmagórica y vacía de contenidos relevantes.
Borracho, hombreriego, caía en lo sórdido y luego se levantaba, ufano de su condición de artista, y compensaba a los suyos por sus flaquezas y sus desaires con la alegría sencilla de vivir y de encontrar en las pequeñas cosas los grandes placeres. Eso fue Jaime Gil de Biedma en lo que sé y en lo que las letras que escribió en su corta historia literaria ha dejado para el porvenir. Más interesado a veces en comulgar con la carne de la que dependía que la de llevar una puritana y respetable vida de poeta laureado, Gil de Biedma, en la biografía que ha manejado Monleón, Miguel Dalmau (Circe 2004) , el director de El cónsul de Sodoma, es un macho en continuo estado de encabritamiento, presto a amar y a dejarse amar, a buscar en la noche hombres pagados a los que rendirse y a los que luego adorar.
Veré El cónsul de Sodoma en cuanto tenga ocasión y prometo intenta disfrutarla sin que el partidismo de un modo de hacer cine empañe lo importante, la renovación de ese posible mito de la poesía española del siglo XX. Bien está que el cine, aunque sesgadamente, haga de vez en cuando estas cosas: rehacer vidas, recomponer las fatigas de los iconos del arte. Somos muy poco dados en España al biopic, a ese género a menudo vapuleado que intenta, en el fondo, recuperar al homenajeado. Intentar que todo los que no lo conocen descubran qué hay oculto, las razones de su gloria. Y Jaime Gil de Biedma era un poeta absolutamente deslumbrante al que no podemos simplificar en lo biografiado.
Hace pocos días leí un post en la página de un buen amigo en el que trataba de discutir (apaciblemente) con sus lectores sobre la injerencia de la vida en la obra de un autor. Yo podría vivir sin saber que Clint Eastwood, puesto que de él hablaba, era una especie de reyezuelo doméstico, un tirano de andar por casa que imponía su criterio a fuerza de testosterona pura. Podría únicamente quedarme con sus películas. Sentir que hizo esas películas para que yo las disfrutara y para que, en el disfrute, mi felicidad se engrandeciese. De eso trata, también en el fondo, la vida. De que la vayamos adornando, embelleciendo, concediéndole cuantos más placeres y más exquisitos mejor. La vida de Jaime Gil de Biedma fue exquisita, sórdida y exquisita. La vida, en sí misma, sin el oropel de la palabra, que la enfanga, que la pervierte y la escombra, es una preciosa mezcla de belleza y de miseria, de amor y de fatiga, de versos altos y nobles y hermosos y de pedradas en la cabeza mientras paseas y crees que eres inmune al caos.
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8 comentarios:
Cuando empecé a leer la poesía de Gil de Viedma, poco después de que muriera, no tenía ni idea de cómo había sido su vida sentimental o sexual y me pareció un poeta maravilloso, magnífico. Luego, al saberla, me ha parecido aún mejor por eso que dices de la importancia que le daba a la belleza, fugaz o no, de las cosas y por la limpieza de su amor por la cultura y la amistad. Era un poeta y una persona inmensa.
Realmente me importa un pimiento la vida que llevó porque no es lo relevante. Si la película (que también veré) sirve para que las generaciones más jóvenes descubran a este gran señor de la poesía, bendita sea. Lo que me dolería es que sea el morbo lo que arrastre a los espectadores pero me imagino que será también inevitable en esta sociedad tan plagada de catetos.
Un beso grande.
Es un dato más, al cabo. Incluso un dato prescindible. No podemos evitarlo a veces: por eso lo soportamos, lo estiramos, lo consideramos en privado, sopesamos si es relevante o no. No suele serlo. Hay ocasiones en las que no podemos evitar pensar qué sería del artista si hubiese otro ser humano detrás. Igual ambos lados van inextricablemente unidos: uno es por influencia del otro. O viceversa. En cualquier caso, viva los desquiciados. Ellos son los que nos alimentan.
Exquisito tú tambien, amigo EMCAMO, realmente exquisito.
Gracias por el recuerdo al maestro.
Verdades con música. Veremos lo que nos ofrece esa película.
http://www.youtube.com/watch?v=UUkBYKQvnGk
Es que Gil de Biedma es un poeta excepcional. Es (quizá) uno de los que más releo. Y siempre me asombro y me siento feliz. De eso, al cabo, se trata: de que los demás, Luis Felipe, nos regalen felicidad. Él dio mucha. Exquisito, déjame devolver el adjetivo, tú.Me remito a las letras.
No sé, Rosa. Ofrecerá carne, por lo que he visto en trozos en la tele y por lo poco leído. En todo caso, iré, iremos, claro... Un saludo
Hola amigo, he visto la película y como todo en la vida tiene luces y sombras. Yo no voy a enjuiciar si se atiene o no a la verdad. Pero como película es un trabajo excelente de Jordi Mollá, que aproxima al Poeta y a quien no le conoce, le dan ganas de hacerlo. En cuanto al hecho cinematográfico, no se puede tirar por tierra un trabajo tan digno como este biopic entre tanta mediocridad en el cine español salvo honrosas excepciones. Y si no, que se lo digan a la Ministra de Cultura y su guíon de "Mentiras y Gordas" Saludos
Arvikis
Yo también le tengo ganas a esta película. Todavía no he tenido la oportunidad (ni he encontrado quien me acompañe a verla). Caerá aunque tenga que resignarme a verla en solitario. Ya veremos...
Un saludo!
No la he visto, Arvikis. No la han programado todavía en mi pueblo. Escribo de lo leído, de los libros leídos también. Jordi Mollá es un actor formidable (La buena estrella) y eso es una garantía...
Yo aguardo también, Babel. El cine español, coincido con Arvikis, tiene estas cosas. Se mueve en demasía en la polémica y de ella, en ocasiones, vive. O malvive. No sé. ABrazos.
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