24.12.07

La búsqueda: El diario secreto: Y entonces la página 47...


A decir de quienes se entusiasman con historias como las aquí contadas, La búsqueda 1.0 (entrega Disney afiliada a la moda de templarios, tesoros y rosacruces varias) supuso un aire fresco en el lánguido panorama de cine adolescente con ínfulas de amenizar al eventual adulto. Subscribo que la tal uno punto cero me dejó una grata impresión porque reconocí un interés en renovar el género y producir algo siempre deseable: que la gente vaya al cine y salga con la honda sensación de que no ha sido engañado y de que el rato, entre los muchos que nos afean la vida, ha sido agradable y hasta recomendable. Entiendo que a veces basta esto que digo para que el cine, entendido como pura evasión, sostenga por sí solo el frágil edificio del ocio en esta época nuestra de gadgets plenipotenciarios, banda ancha en el bolsillo de la chaqueta y descargas de velocidad adrenalítica sin otro esfuerzo que un desganado clic. Por eso acudí a ver esta entrega dos punto cero con una sincera saca de entusiasmos. Sabía que podían darme gato por liebre, como se dice; sabía que los avispados genios de la Disney podían montar un parque temático en forma de fotogramas, una especie de santuario del bucle: todo aquello que ha sido probado y ha dado resultados no debe ser modificado.
A falta de tesoros fastuosos (que los hay, cómo no) se trataba de encontrar un giro inesperado, un as en la manga enjoyada de los jerifaltes de la productora, que no dudaron en tirar de chequera para traer a Helen Mirren o a Ed Harris, que junto a Jon Voight o Nicolas Cage colaboraban a dar empaque cinéfilo (ay, qué hipérbole) al luego demostrable engendrillo. De lo que se trata, en el fondo, es de facturar un cine familiar exento de dobleces, bien empaquetado y adornado con un livianísimo fondo enciclópedico, de regusto culto y, a la postre, fácilmente desmontable.
Lo que antes era pasión por la arqueología, mezcla de Kipling, London, el mejor Verne y hasta una brizna de Indiana Jones urbanita, es aquí un relleno navideño no totalmente desdeñable, pero repetitivo ad nauseam y carente, he aquí el dolor verdadero, del sanísimo espíritu aventurero de la primera franquicia. No han sabido o no han querido dar un cuerpo dramático más sólido y se han conformado con presentar situaciones que no difieren apenas de las ya contempladas en la obra que abre la serie (pues hay más búsquedas, no se dude esto) y que además están fundamentadas en pilares de muy débil credibilidad (eso de buscar el honor perdido y restituir el apellido al lugar que le corresponde en la Historia, sea esto lo que tenga que ser, que ahí no cabe entrar en esta reseña doméstica).
El tufo patriótico no deja que el espectador sensible se deje llevar por la mera fascinación de los avatares de la aventura: hay un exceso de nacionalismo montuno, que atenta contra un mínimo sentido de esa Historia a la que nos empujan como si se tratara de un capítulo del diario de sesiones del Congreso de los Estados Unidos de América. A falta de varios siglos de Historia, el pueblo americano amplifica a título de espectáculo la que la suya, sucinta todavía, tiene para ocupar páginas en los libros de texto escolares. Hay en esta película un insoportable (por momentos) batiburrillo de capítulos que, al engranarse, chirrían en exceso y desorientan el seguimiento razonable de lo único verdaderamente importante: entretener sin manipular, ofrecer un espectáculo digno (tampoco es que éste no lo sea) sin ofender a quien, aparte de la dosis necesaria de evasión, desea la exigible de formación. Una cosa es no contar la verdad y otra, bien distinta, simbólicamente punible llevada a su extremo, que pretendan colarnos mariposas en vuelo cuando lo que se alza sobre el suelo es una informa y nada orquestada turbamulta de moscas.
El engaño, el escaso esfuerzo de los gestores de la trama, estriba también en la fragilidad con la que se nos presentan las pistas, las claves, los secretos desvelados y conducentes a la pirotecnica final, que no contaré aquí, pero que resuelve Turteltaub con la misma acuática y barroca textura con que finiquitaba la anterior entrega. Jerry Bruckheimer, el nuevo Midas de la pirotecnica visual y de la taquilla golosa, ha puesto su ojo divino sobre un producto de contrastada aceptación entre la chiquillería e incluso entre el en ocasiones poco exigente tramo adulto.
Es imperdonable que la película adquiera bríos y se deje contaminar por los mismos excelentes pecados de la primera cuando ya llevamos una hora de metraje: hasta ahí todo aburre, todo se deja llevar por un no saber qué hacer que exaspera al público ávido de acción y que contribuye a olvidar antes de lo previsto esta engañosa golosina navideña de espíritu familiar y aliento mercantil hasta el aburrimiento. Sólo (insisto) el mejunje adquiere un sabor perdurable cuando la acción se atropella y los personajes (carentes de una verdadera ligazón, empujados a avanzar en la trama como soldados, como marionetas insulsas) ingresan en cuevas (el monte Rushmore) que ocultan pasadizos, trampas, claves y - en definitiva- la operística y guignolesca retahila de arquetipos que suelen adornar todas las películas del género.
Lo de entrar en el despacho oval por la cara y la osadía temeraria de andar por Buckhingham Palace sin que la estulta maquinaria policial de su Majestad alerte del estropicio suena a exceso, lo de echar un parlamento de tú a tú con el Presidente de los Estados Unidos y secuestrarlo durante tres minutos para enredarle en un viscoso asunto suena a rollo marca de la casa Disney. De ahí esa sensación pudorosa (uno es bueno, en el fondo) de sentirse decepcionado, razonablemente decepcionado.
Más: todos los tesoros que aparecen en estas películas, amable y paciente lector, están en cuevas. Hasta ahí todo perfecto. La madre Naturaleza cela sótanos insondables, ajenos al intrusismo de la ciudadanía curiosa y al casual atino de un cazatesoros inspirado, pero escama que todos los tesoros (repito) estén durante centurias a salvo del ojo incómodo y esperando a Nicolas Cage, qué pelo, qué gestos, y que todo se desmorone... Hasta el petróleo puesto ad hoc en un aljibe maravilloso y que alumbra el cotarro suena formidablemente a fantasía animada de ayer y hoy... No puedo evitar (hace un par de días que la vi) recordar la carcajada (yo solo, sin que nadie me secundara) que di cuando el oro de los indios iluminó la pantalla de la sala. Qué hartura. Qué pasmoso hartazgo. Qué esperpento. Qué ganas de hacer dinero y qué empeño en justificar la ganancia.
addenda: y no he contado nada de la página 47, pero eso es ya parte de la entrega 3.0 y eso llegará con los próximos polvorones.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Ni lo leo porque no sé si la veré. Ya contaré.

Solo quería desearte una feliz navidad, Emilio. Que la noches fatídica y los días que le siguen sean buenos para ti y para tu familia.

Emilio Calvo de Mora dijo...

Pues te ahorras dos horas que puedes invertir en otras gozosas actividades que de seguro te reportarán júbilo, usted que sabe cómo buscarlo. Feliz Navidad, my friend.

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