28.5.25

La cifra / Borges 1


 Acostumbran los dietarios a convidarse de intimidades. No las previstas a veces, las que exhiben con tumulto el interior de quien los escribe, sino otra manifestación más pudorosa, una especie de constatación de la realidad a la que se somete a un tamiz personal, tanteando lo que puede ser dicho y lo que no. Se puede escribir de cualquier cosa y darle el apresto propio. La inspiración acude cuando una palabra trae a la otra y acuden más y se van abrazando o apartando, considerando cuáles van forzadas, si chirrían o copulan con todo el pudor del mundo o sin ninguno en absoluto y el texto se impone a la realidad y hace casa en la memoria de alguien. En ocasiones, he pensando seriamente en que la escritura se escriba sola, perdonadme la conveniente redundancia. Incluso entra en lo razonable dispensar al yo, tan fácil ese recurso, tan a mano siempre, el de contar de uno mismo como si algo propio impregnara el aire o fuese de verdad importante lo que se nos ocurre o como si fuese un tercero del que uno cuenta. Tal vez así no dé reparo la exposición, el decir sin brida, el darse tan a conciencia, sin cohibirse ni censurarse. Apartar al yo pues, a eso aspiran algunos diarios que uno va leyendo, y explayarse en lo que le circunda, en su periferia privada. Hay en ellos cierta querencia a la digresión  o a ese divagar entre lo filosófico y lo pedestre donde cabe un aforismo metafísico sobre la eternidad o una reflexión mundana sobre la influencia del olor del café en la creación poética. A ratos concurre el tono sombrío; en otros se aprecia la ocurrencia hilarante.  Discurre lo escrito a medias entre el ensayo y la confidencia. O entre lo poético y lo real. Dietarios que expresan una voluntad de excedencia de la vida y, al tiempo, paradoja y milagro, se nutren extraordinariamente de ella y la sustancian con tino, con apreciable afán de pulcro transcriptor. Escrituras rotas, al cabo, pienso yo ahora. Tiene escribir el recado de enhebrar o deshilachar. Por registrar los hechos. Por darles una vida más allá del momento fugaz en que transcurrieron. Así hoy no habría que sacrificar la imagen del sol al retirarse con morosa elegancia a su confín de oro y la noche se ocupara de entenebrecer el cielo de mi pueblo, visto en la azotea de mi casa. Cosas que se perderán como lágrimas en la lluvia (lo dijo un replicante) cuando deje de escribir. Hace unas horas le hice una fotografía a ese prodigioso instante. La idea era colocarla en la cabecera de este texto, pero no haré tal cosa. Está el sol. Estuvo la luna, que acudirá de nuevo en unas horas, marcial y pagana. Es un gesto antiguo, pero de pronto sospechas que es nuevo. Algo en la manera en que ha sucedido en esta ocasión te hace tener esa alocada certeza. Como si acabara de empezar todo y fuese su primera retirada. También la noche tuvo arrojos novicios y tuve que quedármela, guardarla ahora para que no se me olvide. Por si fuese la última. El diario de un poeta es invisible, ágrafo. 





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