El teatro se ocupa de cosas a las que no pone arrimo ninguna otra disciplina. Lo hace con verosimilitud, se aplica con el esmero con que a veces no procede ni la vida misma, la vida a la que el teatro se acerca y con la que dialoga y, en muchos casos, sublima. Se le confía que nos restituya o que nos conforte, que alegre o instruya, pero a veces duele, escarba donde tenemos la herida, la araña, la cose a dentelladas. El teatro también hiere. Quien asiste a la función se expone a ese desquicio, ofrece su sensibilidad, la da sin remilgo, y permite que se la zarandee, que la perturbe. Quien hace el papel en el escenario se rompe, se cuartea, no sale indemne. Ayer, viendo la magnífica función de Voces quebradas, comprendí una vez más el poder terapéutico del teatro, su capacidad para hacer que sintamos esa punzada de vida pura.
Se aprecia esa punzada nada más contemplar el vacío del escenario, su ascética comisión de decorados, su compromiso con el texto y con las actrices, en este caso, a las que se les encomendó que tradujeran un libreto difícil, muy difícil, poético hasta el desmayo, donde uno podía percibir el drama absoluto de la existencia. Texto duro y hermoso el de Jaime Verdú, impecable y arriesgada la puesta en escena de Toñi Jiménez, colosal la interpretación de Maribel Peñalver, Ana Carrasco y Elena Moreno, grandes en su entrega, inmensas, en estado de gracia, dotadas de ese genio sin el que no podríamos comprender ni hacer nuestro el titánico montaje de la función.
Concurre en esta obra la poesía y el teatro, lo que no siempre sucede. Lo hace pasionalmente. Hay un estrago y hay un alivio. El estrago es de contenido. Lo que se cuenta es doloroso, no escatima dramatismo, no se rebaja, no se escatima incomodidad alguna. Es la historia de la vida misma, su trama penosa, las cicatrices que deja en la piel y en su adentro. También hay armonía, placer, consuelo. Nada de lo narrado nos es ajeno, ninguna de las fatalidades invitadas al acto nos son indiferentes. Nos pertenecen, son propiedad nuestra. Lo asombroso (mérito del texto y de la escenificación) es la sensación de felicidad que deja. Una felicidad compleja, vibrante, humana. A esa percepción contribuye la carnalidad de las actrices. Son mujeres plenas, mujeres antológicas, las tres se vacían, se dan de un modo brutal, no se dejan nada a la improvisación. Cada línea, cada verso, está medido. Cada gesto (hay más gestos que versos, habiendo muchos veros) es un acto de sinceridad y un regalo para los sentidos.
Versos quebrados es gran teatro, dramaturgia de la buena, mayúscula: prescinde del adorno, lo cancela en pos de un mensaje sin distracciones, persigue (enfáticamente) el don primordial del teatro, su esencia antológica, la rendición de la vida. La aquí registrada es dura, extrema a veces, no se expone con liviandad ni mesura, sino que arrambla con fiereza. Hay muerte y planea la resurrección; hay belleza y fluye por ella el dolor. La belleza será convulsa o no será, dejó escrito Breton. Convertir en pieza dramática el poemario de Verdú requiere de una sensibilidad extrema. No cae en lo frívolo, no se permite rebajar el tono en ningún momento. Las actrices hacen suya la historia (los versos cuentan una o cuentan muchas) y aportan el talento de la interpretación (están soberbias) y el del cuerpo, que es un instrumento más, bien afinado, contenido cuando debe procurarse la templanza (hay partes suavísimas, huecos plenos de significado donde sólo habla él) y enérgico cuando acuden en tromba el dolor, el grito, el desencanto, la desolación, las grandes palabras del teatro, las que sólo pueden pronunciadas con tiento, con esmero y aplicación, con sutilidad y, llegado el caso, con desgarro.
Qué festejo el de la noche del viernes en el Palacio de ErIsana en Lucena. Hay que hablar bien del teatro bien hecho, darle valor, situarlo en el mapa de las cosas, impedir (en lo que uno muy modestamente puede) que lo cruce de parte a parte el olvido o la indiferencia, que es peor. La música es otro armazón de la obra. La inmortal Gnossiense no.1 y no.3 de Satie pulsa cada pequeño acto, impregna la sala y el escenario de delicadeza y de trascendencia también, cumple con magisterio en el oficio de cubrir de sonido el silencio entre un poema y otro, entre un dolor y una alegría. De por medio, calzadas con precisión, están las palabras. Ninguna menos relevante que otras, todas obstinadas en contar el duelo que impregna la liturgia de la muerte, todas pulsadas con amor para que la celebración sea entera y conmueva. Es la conmoción la que te llevas al abandonar la función. Viva el teatro, viva la vida. Uno, dos y así hasta diez.
2 comentarios:
El teatro es catarsis, la misma que se produce al leer tus palabras. Ya eres una voz más entre nuestras voces.
Gracias
Catarsis absoluta, es cierto. GRacias por tus amables palabras. No sé quién eres...
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