20.11.18

El cuerpo





Contra la idea de que hacer deporte asiduamente procura la salud que no se alcanza cuando no se practica está la de no aspirar a no tener más salud que la sobrevenida por la natural intendencia del cuerpo, que prefiere no complicarse, sino extenderse ontológicamente (digamos), no forzando, ni actuando a locas, procurando (me estoy volviendo loco con los gerundios) pensar lo menos posible en el cuerpo, en si de pronto no funciona como antaño y cruje con frecuencia o en si el dolor en el costado (que debe ser la edad) proviene de un exceso físico (alguno se concede uno) o ha aflorado azarosamente, sin que intermedie un proceder brusco, de los que suelen los deportistas y que, a la larga, me remito a lo que he visto y entendido, crean el problema que paradójicamente pretendían paliar. Así siento una especie de orgullo al decir que jamás me ha dolido una rodilla o que mi espalda no se ha contracturado al incurrir en algún desatino gimnástico. A lo sumo admito la conveniencia de andar, incluso la de apresurar el paso y casi parecer que uno está corriendo. No he corrido en la vida, no al menos de manera enteramente voluntaria. No ha terciado que correr me haya hecho llegar antes a algún sitio. En cuanto encuentre tiempo, me entregaré de nuevo a darle las recomendables vueltas al pueblo. Es cierto que viene uno como nuevo a casa. Se da una ducha como Dios manda, reposa en el sillón favorito, el de orejas, y se hinca un par de cervezas bien frías, sin que haga falta que concurse un plato de patatas de bolsa. Conozco un par de marcas excelentes. Se duerme mejor cuando se le ha dado un poco de tralla al cuerpo. Parece que se le dice quién manda, pero al final es él quien dice la última palabra. Da igual que seas un experimentado corredor (runner dicen ahora los anglófilos de mentirijilla) o que tengas un cuerpo macizo a base de pesas y espalderas en un buen gimnasio. Si naciste pa' martillo, del cielo te caen los clavos. Era buena la Orquesta Platería, pero no descentremos el asunto. He visto gente de vida sana a la que la enfermedad ha truncado altas y nobles expectativas de vida. Algunas de ellas muy cercanas, algunas irreparablemente perdidas, de las que se echan de menos porque se las amaba. Da igual que sea un ictus o un cáncer o un infarto. Si estás en el camino, te coge de la mano. No vale argumentar: yo me cuidaba, yo me cuidaba, de verdad, que no miento...
Es cierto que hay enfermedades que pueden prevenirse: se cuida uno de no abusar de carnes rojas o aminora la ingesta de cerveza o se retira definitivamente del tabaco o de las siestas de hora y cuarto. Hechas estas advertencias, basta certificar su obediencia. Nada de chuletones de buey, nada de cañitas con su tapa los viernes por la noche, nada de echar un cigarrito en la puerta de los bares. Estaría dispuesto (lo he jurado por las obras completas de Borges y por todo el blues del delta del Mississippi) a echar el cerrojo a esas licencias del alma, pero una voz interior (a la que debiera desoír, de la que debería desconfiar) me susurra sin desánimo que no hay certezas y que la desgracia (el infortunio, la desventura, la calamidad, la fatalidad) puede hacer nido en mi pecho y montar ahí su cuartel y campar a sus anchas, a pesar de que mi expediente esté impoluto y no haya incurrido en vicios excesivos. De ahí que descrea. Se siente uno bien en el descreimiento. Es un territorio goloso, sirve para un roto y para un descosido, como quien dice. Y si un día para mi mal viene a buscarme la Parca (cantaba el poeta Serrat) me encontrará feliz en mi desquicio, aunque severamente contrariado por mi retirada imprevista. Tengo absoluta confianza en la fortaleza de mi cuerpo. Llevo cincuenta y pico años domeñándolo, haciéndole andar por donde yo ando, comprometiéndole a aceptar mis pecados, poniendo todo el mayor empeño en que nos llevemos bien. No podemos estar el uno sin el otro. Los días en que lo miro con más adorable arrobo suele contrariarme y se pone a toser o a hacer que crezca (absurdamente) un dolor en el cuello. Me vale de poco que los galenos, cuando me miran por dentro, extraigan la conclusión de que mis estadísticas no siempre son las deseables. La sangre es una chivata. Yo no me emperro en demasía. Sé que llegará el día en que me ponga a buenas con mi cuerpo. Mientras eso ocurre (de verdad que no hay plazos, juro que no me preocupa de momento) sigo concediéndole las frivolidades que me exige. Porque es él el que me pide una Leffe rubia (o una Staropranem, soy muy checo y muy serio en estas cosas) con un platito de salchichón de Toledo cortado muy finito con unos palillos o una lata de berberechos: es mi cuerpo el que agradece que lo mime cuando le dejo echar una cabezadita después del almuerzo. Loco estaría si lo forzara a sabiendas de que no tengo otro con el que suplirlo. Es todo muy complicado. Quizá la religión inventó lo del alma para que nos despreocupáramos del cuerpo. Al fin y al cabo, lo entregarán al fuego o a la tierra. Está muy bien eso de que tengamos una vida después de ésta. Ojalá sea verdad. No tengo problema en admitir mi error cuando sepa que soy eterno. Lo único malo es lo mucho que echaré en falta mi cuerpo. La de satisfacciones que me está dando el puñetero. 

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