Tuve yo una novia rusa doliente y flacucha
que distraía mi torpeza en su idioma
con bolcheviques caricias y mencheviques besos.
Nos quisimos unos meses, hicimos planes.
Dimos esa apariencia de novios formales
por las concurridas calles de mi infancia.
Hasta una señora convecina, quejosa hasta la hartura,
amiga de no disfrutar jamás de amores ajenos,
bendijo pomposamente el nuestro.
Seréis muy felices una época, dijo,
tendréis cuatro o cinco niños rubios.
Ninguno, me temo, se parecerá al padre.
Ella, la novia rusa, me dejó pocos días más tarde.
Abandonó en la mesita de noche,
testigo caoba de nuestros ardientes asedios,
una página arrancada de una novela de Tolstói,
creo que tal vez Guerra y Paz,
escrita en caracteres cirílicos,
subrayando un pasaje
al que he vuelto varias veces.
Estoy por pedirle al traductor de Google
que me lo componga en castellano,
pero prefiero mantener la incógnita,
no saber las causas de la fuga,
suponer que las trabas fueron las lingüísticas,
no indagar, no saber más,
guardar los instantes de plenitud,
mi brazo en su talle, su español atropellado,
mi ruso terco e invisible.
Anoche, escuchando a Shostakovich,
me acordé de ella.
Duró poco, nos quisimos tanto.
Una vez le dije te quiero en ruso.
Otra, cuando entramos en confianza,
le dije que no me gustaba Dr. Zhivago.
Le pregunté si tenía idea de Ana Karenina,
si sabía por qué se arrojó al tren.
En asuntos de libros, me sinceré lo que pude.
No pasé del cuento de la dama del perrito,
creo que era de Chéjov.
La canción de los Beatles que más me gustaba
era una de unas niñas de Moscú.
Un día saqué el tema de Stalin;
otro, con menos fortuna todavía,
el de las mafias y los planes quinquenales.
Leí lo que pude sobre los zares
y me envalentoné con el vodka,
pero nunca daba la talla en Historia
y el vodka me daba ardores.
Me cae bien Putin, añadí una vez.
A veces recuerdo nuestros paseos,
la manera en que todos nos miraban,
lo ruso que yo parecía.
Hasta compré unos de esos abrigos
recios de invierno,
como los que se ven en las películas de espías de la Guerra Fría,
acompañado por un gorro calado, con orejeras,
y unas botas altas de cordones,
marciales como pocas he visto.
Me dejó poco días después de lo Putin.
Años más tarde,
la vi en una conferencia sobre la Perestroika.
No me hizo aprecio, no me saludó,
tal vez fuese otra, es posible.
Ya no era flacucha ni tenía la cara recogida
en ese gesto de dolor tan suyo.
Era más ancha de caderas, igual había parido.
Hablaba con un señor metido en años,
gordo y parlanchín, no me extraña que rico.
Su español era fluido, no se atropellaba,
no tenía tampoco el acento de entonces.
que distraía mi torpeza en su idioma
con bolcheviques caricias y mencheviques besos.
Nos quisimos unos meses, hicimos planes.
Dimos esa apariencia de novios formales
por las concurridas calles de mi infancia.
Hasta una señora convecina, quejosa hasta la hartura,
amiga de no disfrutar jamás de amores ajenos,
bendijo pomposamente el nuestro.
Seréis muy felices una época, dijo,
tendréis cuatro o cinco niños rubios.
Ninguno, me temo, se parecerá al padre.
Ella, la novia rusa, me dejó pocos días más tarde.
Abandonó en la mesita de noche,
testigo caoba de nuestros ardientes asedios,
una página arrancada de una novela de Tolstói,
creo que tal vez Guerra y Paz,
escrita en caracteres cirílicos,
subrayando un pasaje
al que he vuelto varias veces.
Estoy por pedirle al traductor de Google
que me lo componga en castellano,
pero prefiero mantener la incógnita,
no saber las causas de la fuga,
suponer que las trabas fueron las lingüísticas,
no indagar, no saber más,
guardar los instantes de plenitud,
mi brazo en su talle, su español atropellado,
mi ruso terco e invisible.
Anoche, escuchando a Shostakovich,
me acordé de ella.
Duró poco, nos quisimos tanto.
Una vez le dije te quiero en ruso.
Otra, cuando entramos en confianza,
le dije que no me gustaba Dr. Zhivago.
Le pregunté si tenía idea de Ana Karenina,
si sabía por qué se arrojó al tren.
En asuntos de libros, me sinceré lo que pude.
No pasé del cuento de la dama del perrito,
creo que era de Chéjov.
La canción de los Beatles que más me gustaba
era una de unas niñas de Moscú.
Un día saqué el tema de Stalin;
otro, con menos fortuna todavía,
el de las mafias y los planes quinquenales.
Leí lo que pude sobre los zares
y me envalentoné con el vodka,
pero nunca daba la talla en Historia
y el vodka me daba ardores.
Me cae bien Putin, añadí una vez.
A veces recuerdo nuestros paseos,
la manera en que todos nos miraban,
lo ruso que yo parecía.
Hasta compré unos de esos abrigos
recios de invierno,
como los que se ven en las películas de espías de la Guerra Fría,
acompañado por un gorro calado, con orejeras,
y unas botas altas de cordones,
marciales como pocas he visto.
Me dejó poco días después de lo Putin.
Años más tarde,
la vi en una conferencia sobre la Perestroika.
No me hizo aprecio, no me saludó,
tal vez fuese otra, es posible.
Ya no era flacucha ni tenía la cara recogida
en ese gesto de dolor tan suyo.
Era más ancha de caderas, igual había parido.
Hablaba con un señor metido en años,
gordo y parlanchín, no me extraña que rico.
Su español era fluido, no se atropellaba,
no tenía tampoco el acento de entonces.
Ahora tengo una novia argentina.
La conocí en un asador, ella servía las mesas.
Estoy leyendo Borges completo
y tomo esforzadas clase de tango.
Bebo mate a todas horas, con voluntad,
pero no me entra el sabor.
No pienso sacar
el asunto del golpe militar de Videla,
ni la ópera de Evita.
A lo sumo, si se tercia,
diré que adoro a Maradona,
pero temo que sea fan declarada de Messi
y me deje a la primera derrota del Barça.
En el idioma nos va bien,
nos entendemos a la primera.
Si me deja un día y subraya unas líneas
en una página arrancada de un libro,
uno de Cortázar o de Arlt,
entenderé lo que dice,
no tendré que usar el Google,
pero nuestro amor es fuerte,
no me pongo en lo peor.
Lo dicen las vecinas, las de siempre,
que saben de estas cosas.
Buenos Aires no está lejos, le he dicho.
Tus padres querrán conocerme.
La conocí en un asador, ella servía las mesas.
Estoy leyendo Borges completo
y tomo esforzadas clase de tango.
Bebo mate a todas horas, con voluntad,
pero no me entra el sabor.
No pienso sacar
el asunto del golpe militar de Videla,
ni la ópera de Evita.
A lo sumo, si se tercia,
diré que adoro a Maradona,
pero temo que sea fan declarada de Messi
y me deje a la primera derrota del Barça.
En el idioma nos va bien,
nos entendemos a la primera.
Si me deja un día y subraya unas líneas
en una página arrancada de un libro,
uno de Cortázar o de Arlt,
entenderé lo que dice,
no tendré que usar el Google,
pero nuestro amor es fuerte,
no me pongo en lo peor.
Lo dicen las vecinas, las de siempre,
que saben de estas cosas.
Buenos Aires no está lejos, le he dicho.
Tus padres querrán conocerme.
1 comentario:
Qué grande.
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