12.10.17

Las flores suicidas / Juan Herrezuelo / 9 notas para 5 cuentos



1
Tenemos la enfermedad de las palabras, tenemos el dolor de no tenerlas, tenemos la certeza de que nunca habremos entendido las suficientes. El hecho de escribir alivia esa dolencia, la hace llevadera, produce la sensación de que estamos en el buen camino o de que el oficio de vivir (tan agotador y también tan dulce) se maneja con mayor soltura si sabemos qué palabras usar, a cuáles entregarles una intendencia más firme. Es de las palabras el mundo. Suyo sin fisura, sin que podamos rebajar la certeza de esa propiedad o apostar por la injerencia de otro dueño. Lo que hace Juan Herrezuelo en Las flores suicidas es contarnos el mundo con esa premisa (la de la prevalencia absoluta de las palabras, la de su festejo en el trasegar de lo contado) bien anclada en su cabeza. La cabeza de los escritores es más o menos la misma cabeza. Todos tienen en común la voluntad de ocupar el vacío, todos se obstinan en aplicar cierto rigor en ese volcado.

2
Con la vida viene a pasar como con ciertas películas malas: que sólo entretienen, que aligeran el dolor o lo zanjan en el mejor de los casos y que acaban olvidándose. Lo que hay en Las flores suicidas es vida pura, pero no es un relato ameno de su transcurso, no ofrece un asidero al que confiar el aplomo del viaje. Por más que planee la idea del suicidio, es la vida la que siempre sale a flote. No hay cuento en que no prospere esa idea; ninguno es triste a tiempo completo, aunque la tristeza lo impregne; ninguno desalienta severamente, aunque el desaliento lo ocupe.

3
No sabe uno cuándo un cuento pide que se alargue. Hay tramas que exigen un desplazamiento mayor, una ocupación más sólida del tiempo y del espacio. La esfera de sus plumas (mi cuento favorito) es una novela de la que se hizo un cuento, cuando suele suceder a la reversa y son las piezas cortas las que alumbran las largas. Creo que fue Cortázar quien dijo que había cuentos suyos que podrían haber resultado más eficaces si los hubiese extendido. Hay días que son muchos y vidas que, cuando concluyen, semejan un día largo y agotador.

4
Somos levedad. Si hay una palabra que se queda adentro tras leer Las flores suicidas es levedad. La literatura hace que lo leve posea también su esplendor.

5
Juan Herrezuelo es un escritor prometedor de ciencia-ficción. La esfera de sus plumas es un cuento sobre la destrucción y sobre la esperanza. No sé cuál de las dos vence. Es un cuento duro de leer, que dialoga con la parte de uno mismo que no nunca está ofrecida, la del porvenir, la de la creencia de que el mundo es un ser vivo y que lo herimos a conciencia. Creo que no hay género más útil para contar el presente que la especulación de lo que acaecerá en el futuro. La ciencia-ficción ecológica, que no sé si es género revisado y catalogado, ocupa el cuento que da título al libro, una proeza discursiva. No basta con escribir con oficio (Herrezuelo lo hace sobradamente) sino de escribir con coherencia hacia lo escrito. No es lo mismo dejarse llevar por la inspiración, que prorrumpe justo cuando estamos en la cúspide del trabajo, que investigar sobre lo narrado. La labor documentalista de algunos relatos es abrumadora. Lo verosímil es lo periodístico, la rendición cartesiana de los datos puros y duros. Con todo, no es el mejor relato. Adolece de hondura sentimental. La prevalencia de la trama conspiranoica borra, en parte, la dimensión humana. No son los personajes más labrados los de este cuento cuando lo que más admira este lector es precisamente el tratamiento de todos los personajes que aparecen en los cinco relatos. Y lo humano, lo más acendradamente humano, es el valor que con más esmero traza el autor.

6
Lo que no está es lo que más importa. Una obra vale tanto por lo que elude que por lo ofrecido. Es el perímetro lo que al final queda a la vista. La periferia es el objetivo, pero había que entrar en las entrañas y contar las cosas como si nos afectasen, aunque duelan a distancia y uno pueda referirse a ellas sin que lo lastimen, sin que obren en él un daño del que después no sea fácil salir o del que no haya manera de hacerlo. Eso parece que dice Juan Herrezuelo o eso pongo yo en su boca. Respira con dificultad la literatura cuando su oferente la hace inteligente, la viste con el cuidado de quien reconoce la experiencia del observador. Sigo pensando (después de todos los libros que he leído) que la creación de una obra literaria es un ejercicio absurdo. Ya existen miles de historias que han sido escritas con un talento mayor que el nuestro, el de los escritores noveles, el talento novicio de quien empieza, aunque crea que lleva toda la vida en ese desempeño. Pues Las flores suicidas es un libro necesario, trabajado con el esmero de quien sabe que todo va a ser escrutado y puesto boca arriba, expuesto y manumitido de su condición más íntima. Una vez que acabamos el cuento, cuando cerramos la trama, deja de pertenecer al autor y es propiedad de quien lo lee. Las flores suicidas fue mi libro durante el tiempo que me ocupó despacharlo. Me llenó de orgullo (privado orgullo) sus aciertos y me apenó (cuando acudió la pena) sus fracturas, que las hay, por supuesto. Fue mío de un modo que a veces no alcanza un libro que se espera con más fruición, ya sea porque lo ha escrito un escritor al que adoras y del que lo has leído todo o porque tu olfato literario te inclina a pensar que será disfrustable y muy gozoso. El hecho de contar aquí ahora estas impresiones me parece un acto insensato. Como si todas estas reflexiones (hiladas a bocados, escritas en días distintos, con ánimo diferente) no se precisaran o hasta incomodaran y el libro anduviera a solas por el mundo, yendo de lector en lector, haciendo  que sus personajes (Virgina tan paciente y Abel tan heroico o Julio tan apesadumbrado o el tío Isidro tan visionario) perduren, no flaqueen en la memoria de sus nuevos dueños. La literatura entera es un acto de préstamo, pero no pierde uno del todo lo que ha ganado. Eso lo sabe Eduardo padre, personaje de El camino de los aires, el cuento más doloroso, creo. Uno en el que la escritura se hace elástica y va y viene por el dolor de un padre por sacar a su hijo del confinamiento en donde está y de la festividad de los sonidos y de las palabras. Lo que hacemos en la vida es prestarnos, no es enteramente el darnos cristiano, que a veces, sino una especie de extensión de uno mismo, de volcado sentimental hacia lo que amamos. Todo a lo que me entrego se hace rico y a mí me deja pobre, escribió Rainer M. Rilke. Somos ricos, somos pobres, todo juntamente y en el mismo trazo del tiempo.

7
Antes de que las cosas se olviden hay un momento en que pensamos en ellas y las miramos con más detenimiento, como buscando una respuesta que haga que las reservemos o las perdamos. No es posible que todo lo que vivimos pueda ser custodiado a la manera del Funés de Borges, que tenía una memoria del tamaño del universo y no había ruido que escuchara que no fuese escrutado y sometido a la vigilancia obsesiva de su portentosa retentiva. Ese festejo de la realidad no es el más atractivo. Una de las funciones de la literatura es la de crear la ilusión de que algo imposible puede suceder o de que lo real, lo tangible, lo que se aviene al registro de los sentidos, puede esconder en su interior la semilla del desconcierto, la de la perplejidad. Sin asombro no gira el mundo. Por eso Vísperas del olvido es un relato formidable. Porque lo cuestiona todo. Porque dice algo y se desdice después. Porque Eladio, el pobre, está en un lado y en otro del espejo o porque está en los dos a la vez, como el gato de Schrödinger o como Puigdemont cuando declara que Cataluña es independiente (permítanme esta referencia cruzada, hoy que es Día de la Hispanidad, sea eso lo que sea). La realidad gana en hondura cuando no es lineal, cuando serpentea, cuando hace meandros. La credulidad es un obstáculo. La ignorancia, aun mala, crea la posibilidad de que abramos los ojos y agucemos el oído para que todo penetre limpiamente y podamos extendernos sin estorbo en su análisis. El mérito de ese cuento es el ofrecimiento de una realidad boscosa, un poco tramposa también, de la que sólo al final (no spoilers) tendremos un punto de anclaje fiable, una especie de puerta que nos invita a salir. En todo caso fue el primer relato que leí. Abrí Las flores suicidas por ese cuento. Tal vez me gustó el título (todos son buenos, no obstante) o algo en ese día inclinó mi elección o abrí una página al azar y leí un párrafo suelto que me hizo buscar el inicio y acometer después (sin prisa) el desarrollo. Todo lo que cuento es muy de Cortázar. No es ninguna novedad: Julio Cortázar va y viene por los cuentos. "Varias noches he soñado que doy de comer a las palomas", el comienzo de La esfera de sus plumas, es Cortázar. Sin discusión. También la querencia por la mixtura de géneros. Incluso la de formatos: Vísperas del olvido es teatro (diálogos estupendos, lo son) y es prosa.

8
Somos levedad, somos frágiles, somos tiernos. Lo leve, lo frágil y lo tierno es la periferia del apocalipsis, tema recurrente en al menos tres de los cinco cuentos. Esa terminación brusca de la realidad tal como la conocemos es un tema difícil, que ha sido explotado hasta el desmayo, poblándolo de zombies y de carreteras largas que no acaban en ningún sitio. La visión humanista de esos cuentos los salva de la grisura de lo visto. No tienen la etiqueta de apocalípticos, no es la vía fundamental por la que discurren, pero se percibe que existe esa vía. La crónica que hace Virginia es de una lentitud que a veces exaspera. Lo cuenta todo como si ya hubiese reventado el mundo y quedara ella como cronista del cataclismo. Lo cuenta con morosidad, sin ahondar en el caos, pero ofreciendo puntuales referencias a cómo se extendió. Es el cáncer, es la metástasis cainita, es el ruido que hace la hoja del cuchillo cuando se hunde en la carne y la rompe. Creo que al final Virginia sucumbió. La venció la debilidad o el abandono, que es una de sus formas más dulces.

9
He leído dos veces Las flores suicidas. Me gustó mucho más la segunda. Ganó en pesó, se hizo más mía la lectura. La primera vez no fue propicia para que yo disfrutara. Mi padre cayó enfermo, fueron días de hospital. Leí por refugiarme, por abandonar transitoriamente la realidad, por desaparecer a capricho y regresar por necesidad y por amor también. Uno lee cuando puede o cuando le dejan, no hace falta que concurran circunstancias trágicas para que leamos menos o leamos peor. A veces no se encuentra acomodo, no sabe qué tramo del día ocupar con los libros, qué cosa dejar de hacer para que ellos hagan festivo acto de presencia. Compré con entusiasmo el libro de Herrezuelo y lo aparqué hasta que acabara el que tenía, un Murakami que no me llenó, como suele. Acudí a él y lo devoré en pocos días. Lo dejé apaciguarse adentro, pero entendí que necesitaba otra lectura. En cuanto volviese la rutina, lo acometería de nuevo. En cuanto volvió, eso hice. Me dispuse a regresar a un lugar que conocía, me sentí cómodo, invitado por amigos, como quien regresa a la casa en la que ya ha cenado antes y en donde ha conversado y reído y bebido hasta altas horas de la mañana. Esa es la razón por la escribo a bocados, a dentelladas, sin que haya una armazón que lo compacte todo. Tengo la sensación (nuevamente digo esto) de que este libro que tanto me ha gustado requería un texto distinto, pero siento que éste es el mío, el que proviene de esos dos lectores y de conocer a Juan y de sentir que hablo de alguien que me conoce a mí también.

3 comentarios:

Juan Herrezuelo dijo...

Qué gran regalo estar reflejado -estar reflejado a través de mis flores- en este espejo tan querido para mí. Gracias por tus palabras, pero sobre todo gracias por esta amistad a distancia, y que algún día, espero -este año estuvo muy cerca-, sea por fín un fuerte abrazo real.
Que sepas que la ciencia ficción es desde hace tiempo el género hacia el que más se inclina mi imaginación, y que desde luego la tarea de documentación que suelo hacer va ahora claramente por ese camino. Veremos si tengo ánimos de ponerme a la tarea.
Y sí, dese luego que te conozco, por ahora de esa manera en que conocemos a quienes leemos con admiración.
Un enorme abrazo.

Emilio Calvo de Mora dijo...

El que festeja es que lee, y en tu caso, querido amigo, lo que tuve fue un libro estupendo, que devoré, en el que me sentí cómodo, movido a pensar, movido a sentir.
Agradecimiento por tus amables y exageradas palabras.
Un abrazo.
Nos veremos.

Raúl dijo...

¡Coño, qué reseña!
Excelente ella, excelente la causa -el libro- que la origina.

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