4.10.17
De moscas y dioses
Creo que así me ven las moscas. A veces debería uno confiar en ellas, en cómo advierten nuestra presencia y la registran. La realidad es lo que traspasa el umbral sensible de los ojos y el caudal de información que registran y el que envían al cerebro. En cierto sentido, todo depende del cerebro. No hay que fiarse de lo que vemos, sólo es una impresión personal, la de la especie, no la estadísticamente consensuada. Lo que es seguro es que no somos como el espejo nos devuelve. Vemos una deformación, lo que aparece frente a nosotros es una distorsión. Es otra cosa la que los sentidos nos restituyen, pero no la realidad. Quizá no sea posible aprehenderla de una manera rigurosa. No habrá criatura que nos vea como creemos ser vistos. Tampoco nosotros las vemos con fineza cartesiana. Ni siquiera aquéllos con los que compartimos un mismo mapa genético. Veo a mi amigo de toda la vida y pienso que no lo conozco, manejo en la cabeza la hipótesis de que no es el que conocí, ni tampoco el que dejé ayer, con el que hablé de las cosas buenas y malas que le pasan a uno. De hecho no se nos ha permitido observarnos desde afuera, salvo que uno domine la experiencia astral y vuele de su centro a la periferia y en el aleteo pueda contemplarse. Somos lo que nos dicen. A veces conocemos mejor a los que tenemos cerca que a nosotros mismos. De los demás sabemos el significado de gestos que nunca reparamos que podamos tener y desplegar. De ellos apreciamos maneras de inclinarse sobre los objetos o de mirar que no consideramos jamás en lo más íntimo nuestro. Y lo fascinante es precisamente todo esto: esa incertidumbre, esa zozobra, toda esa especie de deriva metafísica. La aventura de vivir precisa de estas fragilidades. Estamos vivos porque todo es eventual o porque todo es frágil o porque todo es incierto. Es la incertidumbre la que hace que el corazón late y que el mundo gire. Solo nos interesa lo que asombra y qué mejor objeto de estupor que uno mismo. Infeliz quien entienda que sabe de sí mismo cuanto necesita saber. No tenemos ni idea, no es ni siquiera recomendable que sepamos en demasía. Como si se nos hubiese encomendado irnos conociendo y supiéramos que no habrá vida lo suficientemente larga como para acometer con solvencia esa azarosa empresa. Hay días que contienen muchos días dentro. El tiempo, eso de lo que estamos hechos, como dijeron los poetas clásicos, es lo único que se nos escapa. De ahí la religión. Todas se esfuerzan en compensar esa carencia, la del tiempo, la de no tenerlo a capricho, la de no saber qué es. Porque es el azar el que lo administra todo. El azar, su mecánica absurda. Sospecho que algo queda fuera de su gobierno, aunque sea la impresión de que las moscas nos observan con perplejidad o que, en su breve existencia, conocen lo que la nuestra, tan dilatada a veces, no alcanzamos.
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