13.9.17

Cientos de libros más tarde




Hay desórdenes que los causan los libros. Daños a veces poco reparables, fracturas que se acarrean de por vida y con las que trasegamos, sin que se las pueda retirar o hacer que duelan menos. De hecho hay vidas que discurren con absoluta normalidad, nada las importuna severamente. Poseen en propiedad tragedias pequeñitas, cuentos cortos que terminan por sepultarse en el olvido. Nada del otro mundo, ya saben. Se dice de ellas que están más inclinadas a la tristeza que las otras, que las impregnadas de riesgo, las que se visten de tragedia. Son los libros, en algunas ocasiones, quienes se encargan de cubrir esa orfandad. Tuve un amigo escandalosamente feliz, ocupado en ligerezas la mayor parte del tiempo, poco o nada preocupado de los temblores del mundo. El azar le obsequió con una templanza admirable. No se alteraba en público y, a lo que contaba, lo hacía lo justo en privado. Fueron los libros los que le expulsaron de ese paraíso emocional. En ellos descubrió lo mal hecho que está el mundo. Fueron ellos los culpables de que se perturbara. De pronto cayó en la cuenta de que hay amores imposibles o de que la gente se suicida a las primeras de cambio o de que morir no es lo peor que puede pasarte o de que la soledad es un cáncer. Comprendió que la vida, en ocasiones, no rivaliza con la ficción, ni se le acerca. Al menos su vida, la suya pobre y rica a la vez, de tan corto y medido vuelo siempre. De él guardo esa impresión. Ni los años, los muchos que hace que no le veo, han borrado ese desconcierto. Los libros, dicho de una manera brusca, le malearon, lo zarandearon, lo instalaron en un agujero que ni pensaba que existiese, del que salía como si nada, pero del que ya no pudo substraerse. Tienen los libros ese veneno dentro. No todos, quizá muy pocos, pero algunos de esos libros son armas de perversión masiva. Hacen que te cuestiones todo, que a todo le asignes una duda razonable. En cierto modo todos somos, en parte, ese amigo mío deslumbrado (y al tiempo enfermado) por los libros. Quien no haya sentido esa punzada no ama la literatura. Se limita a leer, que es un asunto noble, pero no más relevante que pasear en bicicleta, recoger setas en el bosque o cocinar platos italianos. Cada libro es, en cierto modo, espejo de quien lo lee. Extrae del lector lo que ni él conoce. Hay libros que desasosiegan, libros que conmocionan, libros que destrozan. Cada libro hurga en quien lo lee a la manera en que se le hurga a él. El abismo te mira también. Quizá mi amigo sensible, ése que descubrió a Pessoa en un bar de Cádiz, lea esto ahora, quién sabe, entra en lo posible. Tal vez sepa que es de él de quien hablo, aunque hable de mí y nos incumba a todos. Juan, somos del tamaño de lo que vemos, escribió Pessoa. Éramos grandes entonces, no hay que pensar que no sigamos siéndolo ahora, tantos años después, cientos de libros más tarde. Tengo un par de amigos o tres que, siendo también muy de Pessoa, saben de qué se habla en estas líneas, conocen esa quemazón, han apreciado el desencanto y han regresado, indemnes, al gozo, a la luz, al abrazo limpio de los que amamos. Ellos nos reconfortan, nos rescatan, hacen que podamos volver a dejarnos atrapar por la literatura. En ellos está nuestra casa, por ellos la cuidamos a diario. 

1 comentario:

Sofia dijo...

Cada línea del texto dice una verdad mayor a la anterior. A mí los libros me cambian la vida cada vez que me adentro en sus páginas.
Precioso escrito.
Un abrazo.

De botones y brocas

  Me agrada hurgar en las palabras, darles vuelo, apretujarlas, descomponerlas, abrazarlas, intimar con ellas y luego intimar otra vez hasta...