En cierto modo, el tiempo en que uno escribe es tiempo en el que no lee, pero no hay vez en que escribir no sea también un acto de lectura. Uno escribe y sanciona lo escrito, lo reforma, lo estira, lo desmonta para recomponerlo después. Hace todas esas en la cabeza, no las plasma en la hoja, no las conforma en el texto o no es enteramente necesario que lo haga. Es en la cabeza en donde está la escritura. No sabemos qué hace que elijamos unas y desechemos otras, de qué modo (secreto, íntimo) se ejerce esa censura privada, la que se esmera en cuadrar una idea con el armazón lingüístico que mejor la expresa o el que, según qué intención tenga, la haga más hermosa. El lector, en este sentido, es una especie de escritor perezoso, ajeno a los rigores de la escritura, uno que no precisa del registro de las palabras. Mientras leemos, somos el lector primero, el fundacional, el que hizo el esfuerzo de dejar constancia de lo pensado. Cuando leo a Tolstoi, soy Tolstoi. No hay escritor que haya muerto del todo. Todos existen en cuanto alguien los lee. Ese diálogo (presumo) debe ser la eternidad, una especie de cielo inverso en el que todo permanece, en donde nada se pierde o se reduce.
Cada libro, en cierto modo, es la historia particular del lector que lo abre. No existe como libro hasta que alguien formula el rito maravilloso de imponerlo a la realidad. Antes de ese acto mágico, cuando todavía no existe la voluntad de abrirlo, el libro es un objeto entre los objetos, como diría Borges o un fantasma, como diría Cela. El aburrido trabajo de contable de Kafka o de Pessoa seguro que consentía libros secretos dentro del abrigo. El otoño que se cierne es propicio para esas escaramuzas. El libro se convierte así en un objeto clandestino, en un espejo furtivo de nuestra propia incertidumbre ante la vida. Se trata, al cabo, de nunca ir solo. El lector es una especie de enemigo acérrimo de la soledad. Busca siempre refugios, lugares donde otros desamparados facultaron las actas de una cofradía única, ajena al tráfago de las prisas del mundo vertiginoso que hemos inventado. El cofrade secreto, héroe de sus fugas, flipado con la bondad del botín, no precisa correligionarios que le aplaudan los gestos, los títulos y los pies de página abiertos en cada capítulo, en cada pequeño trozo. Él es ala y él es vuelo.
14.9.17
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