Arreglando papeles, en uno de esos
ratos en los que crees que ordenar las cosas harán que no se vuelvan
a desordenar nunca, di con unos folios grapados que me ilusionaron
mucho. No los tuve en consideración desde que los escribí.
Sirvieron como guía con la que acudir mientras hablaba sobre libros y
sobre escritores. En los años en que se me invitó para animar a la
lectura a jóvenes de instituto nunca usé el mismo texto. Me parecía
una falta de respeto. Me preocupaba hablar de libros y repetir lo
contado el año anterior. Distinto lugar, distintos alumnos, distinto
texto, sólo yo era el mismo, y ni siquiera estoy absolutamente
conforme con esa afirmación. Lo que encontré. Lo que ahora
transcribo aquí, supongo que fue una ayuda, pero rehusé leer. Aún
a riesgo de que el acto se extendiera más de la cuenta (era una hora
y media de cháchara, incluyendo la parte más nutritiva, la de foro
o debate) decidí pillar una idea y explayarme sobre ella. Es un
método estupendo o al menos a mí, visto ahora, me lo parece.
Permite eludir el recitado o la confianza en que el tema se domina.
Tengo la convicción de que es más el interés o la fascinación por
los libros (el amor que se le profesan) que esa pedagogía que se
presumía que yo poseía. Fue un placer tener un público tan
volcado. Ellos tenían un orador novicio, prendado por el cometido
encargado, y yo tenía un público entregado. No siempre se encuentra
uno que la hora de Matemáticas ha sido reemplazada por una especie
de conferenciante, imagino que dirían.
Quise hablar de lo malo con la misma
voluntad que de lo bueno. Era mi intención ponerme del lado en que
aparentemente estaban, en el de los no-lectores, en los que priman la
propiedad de un videojuego a la de un libro, el lado (en definitiva)
perverso, el que hay que batallar y contra el que (en muchos casos)
perdemos. Leer es un acto peligroso, he recordado hoy, justamente con
otros alumnos. Te puede hacer caer en un vicio irrenunciable. Les
decía hoy que leer es una actividad de una intimidad absoluta. Hay
muy pocas que posean ese rango de privacidad. Uno lee solo. Leer es
un acto deliberado de soledad. No se precisa otro concurso, no se lee
mejor por compartir lo leído. Se entra solo en la lectura, aunque se
sale reconfortado, acompañado, robustecido.
El lugar del ofertorio libresco fue una biblioteca de instituto, de las bibliotecas que explican el amor de sus cuidadores y el desamor de sus dueños, los que dicen qué partidas van a esto y cuáles a lo otro. Las bibliotecas son lo otro, lo aplazado, lo que ahora no conviene tener al día porque hay asuntos de más calado. Es fácil pensar como piensa un político, pero no era éste el asunto, ni debe serlo. Es un texto feliz como feliz fue la mañana de marras, escuchado por un ciento largo de jóvenes a los que les habían birlado las Mates o el Inglés para escuchar a un charlatán. Es cierto. No paré de hablar, no dejaron de preguntarme tampoco. He ahí la belleza de este negocio nuestro.
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