Se tiene una idea pecaminosa del alma. Siempre está turbada, siempre se la ve acechada por las tentaciones. Lleva a sus espaldas una responsabilidad enorme. La de ir limpia a su juicio, la de merecer la gloria y gozar de la eternidad. Esa idea de duración en el tiempo, de que el espectáculo de la vida en la tierra es precario y transitorio, que la fiesta viene después, es aterradora. El otro día un sacerdote explicaba las bondades del más allá, lo poco fiable que es la realidad a cuenta de que lo verdaderamente relevante es la gozosa irrupción en el reino de los cielos. Se me hizo tan cuesta arriba entender toda esa metafísica que decidí no volver a discutir sobre religión, no obcecarme en entablar ninguna batalla. Están perdidas antes de que las armas hagan su oficio.
La fe es fascinante. Más todavía cuando no se posee. No creo que pueda entrar en mí su semilla. Se me hace muy cuesta arriba tragar con todas esas metáforas, admitir (iba a escribir de buena fe) que los buenos verán a Dios y los malos se perderán esa visión maravillosa. No creer en Dios no es necesariamente no sentir una sana inclinación a tenerlo presente en los actos que uno hace. Quizá sea imposible (habida cuenta de la cultura que hemos recibido) escapar de su influjo. A lo que sí alcanzo es a pensar que no tengo ninguna voluntad de afecto por la iglesia. Mi alma no es cosa de nadie. En todo caso podría considerar un diálogo privado con la divinidad. Tan privado (tan íntimo) sería que no se precisaría airearlo en modo alguno. Tampoco manifestamos a diario (con todo lujo de detalles) el amor que profesamos hacia los demás.
A mi amigo J.M. le parece que soy una especie de cristiano invisible. Lo dice así o de parecida manera. Hago lo mismo que cualquier creyente, pero sin adherirme a los ritos que ellos sí cumplen. De hecho le interesa lo que yo pueda opinar (desde fuera) sobre lo que él vive tan intensamente desde dentro. Incluso mis a menudo voluntos antieclesiásticos le parecen en el fondo útiles para reforzar su fe. Nos respetamos por el hecho mismo de que no hay manera de que nuestros puntos de vista coincidan en algo. Para que la luz se aprecie debe de existir lo oscuro. No hay día en que no me arme de espiritualidad cuando pongo el pie en la calle. Me pregunto si todo ese diálogo que uno establece consigo mismo (a solas, sin que intermedie fonética audible alguna) no será una forma de rezo. Si escribir como lo hago (escribir como lo hago de estos asuntos, quería decir) no será también una extensión bastarda de las oraciones en las que no creo. Si todos de alguna manera somos a la misma vez crédulos e incrédulos, pero elegimos una de las dos opciones para desenvolvernos por el tráfago de los días. Porque es complicado vivir. No digo ya pensar en que hay una vida después de ésta. Me refiero con rotundidad a esta vida de ahora. Sólo hay que pensar en el alma, en el cuerpo, en cómo nos esclavizan, a qué delicadísimo combate nos empujan. Nada que no sea humano en este asunto de creer o de no creer en absoluto.
2 comentarios:
Interesante debate con JM. Fe publica y fe privada. Fe gnóstica o fe agnóstica.
Yo a veces entro en iglesitas y, si estoy hundido por la zozobra y la desolación, rezo a mi manera.
No sé qué es eso.
Porque creer en Dios, creo que no creo.
Yo también imagino a veces qué podrán decir de mí cuando me pierda. Pero me acongojan esos pensamientos y procuro desviarlos.
En lo de la fe, Difiero, como sabes.
Eso sí, cada vez más, me asombra la recurrencia temática. La fe te ronda.
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