16.2.16

Gregor Samsa en Vietnam


Dibujo: Antonio Santos

La primera vez que leí a Kafka en serio iba en un barco de la Armada Española, el Castilla, un buque de mando anfibio que estuvo en Vietnam. Lo hacía en cubierta, procurando que no se me volase el libro. A veces me quedaba en una especie de cantina en el olor a metal quemaba la nariz. Durante dos semanas de maniobras marítimas (seguro que era otro el nombre) no tuve mejor compañía que ese libro de cuentos de Kafka. Estaba en la litera que me hicieron ocupar. Debió olvidarlo el inquilino anterior, un soldado de reemplazo superior seguramente. Hoy he visto en una de esas páginas que uno pilla al azar, sin que haya nada en particular que busque en ellas, una fotografía del buque y no he podido evitar pensar en Kafka, en esos días de navegación aburrida, en la que no desempeñé oficio alguno, salvo el poco estimable de retirar los platos de la mesa de los mandos y arrojar sus restos a una trituradora gigantesca. Entre desayuno, almuerzo y cena, ocupaba un buen par de horas. El resto del tiempo leía y releía a Kafka. No había otra lectura en el barco, no vi biblioteca a la que acceder, ni nadie de quienes iban conmigo subieron a bordo libro alguno. Recuerdo que leía a Kafka y escuchaba en mi walkman Aiwa una cinta TDK con dos discos de Depeche Mode. Es una mezcla extraña, no sé todavía cómo casar todo aquello. No albergo tampoco razones que me inclinen a casar nada. Los recuerdos están ahí, a flote en alguna superficie esponjosa, no del todo dura, a la que no se le hace aprecio hasta que una pequeña ondulación de la superficie las agita y las hace emerger, izarse, ponerse bien a la vista. En una especie de bookcrossing precoz, dejé el libro de cuentos (la portada era roja, no recuerdo la editorial) en la litera que abandoné. Al desembarcar y pisar Málaga, fui a una librería y compré un par de libros de Kafka. Durante esos meses, leía a Borges y leía a Kafka. También el Marca del cuartel en San Fernando y las cartas de los amigos. Empecé a escribir un poco más en serio por aquel entonces. Mi amigo Antonio Sánchez y mi amiga Auxy Salido saben de qué hablo. Imagino que, de leer ahora esas cartas, que ellos guardan en un AZ, vería a Kafka. Estaría ahí, mirándome con su cara de incomprendido. Luego he vuelto a él muchas veces, pero nada me ha parecido igual de revelador como descubrir de verdad a Gregor Samsa en la cubierta de un buque de guerra, en la prestación del Servicio Militar. 

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