Se comprende que nos disfracemos porque quizá no haya otra manera de manifestar que no se está enteramente de acuerdo con lo que somos. Tampoco hay un prontuario al que aferrarse, ningún libro de cabecera con el que contar para manejarnos con corrección por el mundo. Lo correcto en ocasiones no coincide con lo deseable. Por eso nos ponemos un tutú o una máscara y nos lanzamos a la calle, conscientes de que no se nos va a recriminar, a sabiendas de que esa excentricidad no es algo trascendente, ni algo con los que los demás pondrán hacer chanza o mofa o crearnos una etiqueta de la que después no será posible desembarazarnos. Nunca me he disfrazado. Un año, hace muchos, afeité la mitad de mi poblada barba y anduve por los barrios de Córdoba, desafiando la rutina, indagando sobre mí mismo. Uno no sabe nunca a qué atenerse. Si al yo fiable, al diario, al que sale al trabajo y va a la compra y pasea con la familia, haciendo lo que se espera que haga, o ese otro, que subyace de algún modo, igual de necesario, que desearía adornar su cara con la cara muerta de uno de esos zombis tan de moda o emplumarse la cabeza o hacer creer que es el mismísimo Papa Santo de Roma.Es el interior el que esclavizamos, lo privamos de las caricias de lo real, lo sometemos a un estado policial, lo censuramos, lo convertimos en una especie de incómoda versión repudiable de nosotros mismos. Deben ser los peajes de la convivencia. Los pagamos con creces. El recaudador viene a casa, golpea con estruendo la puerta y pone la mano, a la espera de que no falte ninguna moneda. Vivir es contar con las monedas suficientes, saber que no son propiedad nuestra, buscar con qué engañar al tiempo y hacernos creer que siempre podemos avanzar, llegar más lejos. Al carnaval se llega puro, limpio, sin el pudor que se nos ha ido impregnando conforme los años fueron vistiéndonos. Ese es el traje del que nos deshacemos cuando nos embutimos el otro, el del carnaval: arrumbamos el traje de la rutina, el terco y feo traje con el que a veces distraemos los días.
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