24.10.15

Spleen


                            A Antonio Sánchez Huertas.

En mi amigo Antonio abrevan provincianas, elementales
bestias, alucinados ángeles.

Siendo como es dios pequeño de su alado verbo,
abruma con su parlamento enorme y, en ocasiones, remotos pájaros
le vienen en bandada y con ellos departe demiurgas sílabas.

Complacido de su causa,
ufano de itinerarios y de ternuras,
mi buen amigo Antonio celebra el tiempo
en íntimas advocaciones al numen de todas las cosas importantes
y lee a Stephen King a bocados
y consulta los diarios en las barras de los bares
como si el mundo acabase de anunciar
su previsible finiquito.

Se deja vivir así, 
ordenando los días
en cervezas, en periódicos, en un hijo bonito que le dio el Atlántico,
en esposa cómplice de sus vuelos.

Hoy traigo este encargo de fijarle 
un tema más de conversación
que nos ocupará gratísimos ratos 
en la barra de Espuma’s, que ya no está.

No hay lugar en donde él y yo no hayamos estado.
Ninguno en donde no esté la rúbrica de ese paso.

Hasta que las estrellas revienten en el cielo de Beverly Hills / Tom Waits rinde cuentas al fin





Soy Tom Waits y ya no soy un hijo de puta. No me pregunten cuánto vale un gramo de coca. Pregunten otra cosa. Por mi mujer o por los concursos de la televisión. No leo libros ni periódicos. Me da lo mismo si ganan los demócratas o los republicanos. Obama es negro, de acuerdo. Keith Richards está otra vez de gira y John Holmes se fue al infierno sin un céntimo debajo del colchón. Quiero decir que el mundo sigue girando. Haga uno lo que haga, el mundo va a lo suyo. La luna en el cielo y el aire oliendo a tierra mojada si llueve. Haría lo que sea por redimirme. De hecho ensayo salmos cada noche. Rezo al cielo infinito y me hinco de rodillas, cerrado el corazón, callada la boca, pensando en mis adentros la salmodia que me exhima del tabernario relato de mis pecados. Fueron muchos y todos se conjuraron para que mis canciones describieran el estado putrefacto de mi alma. No se me ha confiado si hay un Dios o todo es un bulo entretenido, pero hay noches en que le hablo hasta que clarea el día. Algunas veces, al despertarme de algún sueño muy breve, pienso en frases enteras que me ha dicho, en confidencias suyas. Debe verme muy triste para que se detenga y tenga la consideración de escucharme. 

Soy Tom Waits y ahora pago un recibo mensual por la televisión por cable. La única resaca que padece mi cuerpo cada mañana es la de la abstinencia absoluta. Y juro por Dios que lloro al recordar los años gastados en las barras de los bares, las noches eternas contemplando el paraíso en el fondo de una botella de Jack Daniels. Anoche vino un periodista a casa. Le ofrecí un te aromático y amenicé la entrevista con un disco de Barry Manilow. Mi mujer sabe el dolor que he sufrido y aprecia en lo que puede la redención a la que me he entregado en cuerpo y en espíritu. Mi manager me pide sangre, pero yo sólo sé darle algodón. Todas las noches descarrila un tren lleno de algodón en mis sueños. Juro que cada mañana me levanto empapado en sudor, gritando como un lobo enjaulado, lejos de la manada, obligado a enseñar los dientes muertos, alimentados con hamburguesas del McDonald's. Soy el lobo recién ingresado en la sociedad civil. El vampiro con nómina. El delincuente súbitamente al corriente de sus fechorías y entregado sin estridencias al bendito tribunal del pueblo. 

Soy Tom Waits y ya no sangro cuando canto. A mi voz le ha crecido un cáncer y soy incapaz de disimular la enfermedad en un escenario, pero sabrán disculparme si no regreso al activismo de antaño. No esperen perros en la lluvia, hagan el favor de concederme la posibilidad de perderme. Yo no me siento con fuerza para escribir mi biografía. A veces se me escapa un aullido. Cosas del lobo que no ha dejado de romperme por dentro. En todo caso queda una brizna del salvaje que fui. Si me miran en detalle, si observan el mapa de mi rostro, advertirán la erosión, el roto que los excesos han dejado en los ojos. El santo bebedor es ahora un sencillo funcionario. Gano la paga como la gana usted. Me levanto temprano. Oficio el rito preciso para aparentar la normalidad que anhelo, pero basta con prestar la suficiente atención para percibir la metástasis. Soy un zombi. El cuerpo está muerto, pero la cabeza sigue ordenando el mundo. Soy una especie de dios rudimentario y caprichoso que ha encontrado un placer sublime en corregir los errores del plan y en cuidar de que no se reproduzcan de nuevo. Kathleen, mi venerada esposa, me ha librado del veneno. Me ha dicho: o el veneno o yo. Y a esta altura de la travesía, bebida media Kentucky, libradas todas las batallas con las que el hombre se cree divino, ungido por un don, Kathleen es el sol y también las estrellas.

Soy Tom Waits y la melodía es como el humo. El ritmo, ya lo saben, son las toses. Ya no importa que cante con el culo y recite a diario el evangelio de mi salvación. Fui un borracho rentable y ahora soy un crooner de mis recuerdos. Si quieren les canto My funny Valentine o Summertime como si no hubiese hecho otra cosa en la vida. Ladro lo justo, lo siento. Me sale la voz de perro, pero me duele lo que dice. Si quieren volver al ogro, saquen sus discos, inviten a los amigos, díganles que fui un dios salvaje. Fui un dios con un alambique de whisky en la mesita de noche. El dios ebrio con su don preciso.

Soy Tom Waits, el bastardo, el huérfano, el loco, el limpio ejemplar de una especie en vías de extinción, el que no se vendió a Dios, pero miró a los ojos al diablo y encontró refugio en el mal, en la belleza que el mal siempre alienta. Siento que no me hayan sabido comprender. De verdad que siempre intenté ser yo mismo. Lo fui cuando me senté en un cabaret y entoné un blues fúnebre. En el fondo no he hecho otra cosa en mi puta vida. Cantar un blues. En la intimidad, a salvo de las cámaras, de la mtv y del billboard, lo repito en ocasiones a mi amada Kathleen. Le digo que se acomode y lo hace con un desperpajo que me intimida. Luego busco una canción antigua. Y le ladro.¿Eras perro o lobo esta vez?, me dice después de la reverencia protocolaria. Y la beso como un animal hasta que las estrellas revientan en el cielo de Beverly Hills.

Soy Tom Waits, llevo siéndolo desde que recuerdo, no he sido otra cosa. Primero un Tom Waits inocente. En la inocencia, no se tiene deseo alguno de ser creativo. Por eso es mejor el desamor, la locura, la parte oscura que te aúlla dentro. De no haber bebido, no habría cantado. Entiendo que haya quien no lo necesite, pero ellos no son Tom Waits, ni tampoco les invito a probarlo. Hay que haber estado mal para hacer lo que yo he hecho, pero ahora estoy centrado, paseo los perros, me enchufo Netflix y veo la segunda temporada de Sons of Anarchy. Me encanta todo ese festín de cerveza y de chesterfields, de ruido de blues en la barra de un bar y de putas que abren la boca sólo cuando es necesario. Echo de menos la barra de los bares, pueden creerme. Mis mejores canciones están todavía en la madera. Mi voz se ha astillado con los años, ha adquirido una firmeza incluso conveniente para exhibir mi cuota de tristeza, pero ahora estoy sin argumentos, no se me ocurre cómo sentirme reconciliado con el mundo. Tendré que salir y mirar la luna y sentir que me mira. 

19.10.15

Naufragio

La blonda del agua
Tan hermosa y breve
En la cresta del tacto
En la espuma del ojo
En el eco del tiempo
Mi corazón arrebata al mar
Las algas de la boca del naúfrago

El regreso del caballo muerto



Uno cree que puede con casi todo, pero la realidad malogra esa fe, la convierte en deseo, en indicador de lo que anhelamos, pero hay una edad en la que es posible jugar cerca de un caballo muerto. Se integra el caballo al juego y el atrezzo es más eficiente. No hay circunstancia que no se pueda administrar lúdicamente. Lo malo es cómo manejamos después la memoria. Vas creciendo con la idea de que un caballo muerto fue compañero de tus juegos. Te haces adulto con el miedo de que aparezca.

16.10.15

Bailando sobre el abismo / John Wayne Redux



Al principio no fue el verbo ni tampoco la palabra izada en el cielo como un gran sombrero con un conejo dentro. Al principio, en el instante en el que la tierra bramó árboles y montañas, ríos y criaturas, en el momento en que el cielo expuso su azul más nuevo, cuando la sombra se reconoció sombra y la luz un vértigo de colores, ya estaba John Wayne. Ahí le ven, interrogándose sobre la naturaleza caótica del cosmos, contemplando el triunfo de la belleza, esgrimiendo su Colt como único discurso frente al desquicio de las horas. Un John Wayne sin la malicia que luego le ocupó el alma. Quizá uno sin alma todavía. Un John Wayne imberbe, un John Wayne sin curtir todavía, un John Wayne miope y sin montura, fantaseando con la posibilidad de que la calle Jaén, en la que nació,  sea en realidad Monument Valley y esté John Ford detrás de la cámara registrando el prodigio. Yo era John Wayne en 1.972, aunque comprase en el kiosko cómics de la Marvel y soñara a Peter Parker enfundándose la malla arácnida para combatir a Kingpin y al Duende Verde. Luego vino Kafka y puso cien migrañas encima de la mesa. Vino el mundo con su barbarie sin propósito. Vino el caos con la enfermedad dentro. La literatura. Si no hubiese conocido a John Wayne probablemente no habría entrado Kafka en mi vida. Sin Kafka posiblemente Emilio Calvo de Mora Villar habría sido sustancialmente otro, pero no éste, aquí ensimismado, dejado caer sobre la limpieza fundamental de la página, colocado de palabras, embriagado de voces, como un loco. Vestido de John Wayne en la calle Jaén, en Córdoba, hacia 1.972, mi cabeza era una cabeza mansa y protegida de perturbaciones, convencida de estar en el mejor de todos los mundos posibles, ajena al vértigo y a la fiebre del mundo verdadero que bullía (colérico) por ahí afuera. Mi niñez fue siempre fábula de fuentes. Fui el niño miope sin hermanos que recorría el Volga con los ojos cerrados y visitaba los mares del Sur en el rutilante blanco y negro de Raoul Walsh. Fui el lector entusiasta de los tebeos que me iban prestando, el que ocasionalmente compraba alguno, mansamente. Ninguno de las cosas que me hicieron vivir después de ser John Wayne guardan relación con ser John Wayne y salir a la calle sin que Kafka te haga caer en la cuenta de que poco a poco, en silencio, inadvertida y fluidamente, el caos va ocupando tu cerebro y el miedo a no volver a ser John Wayne se instala en tu corazón y ya nunca sale. Se puede odiar a John Wayne por este sindiós recién montado. Se puede tener la propiedad de la memoria y ver que no la gobernamos enteramente. Líbranos de la rutina, oh señor inmarcesible, oh alto caudal sin brida, oh Tú, que venciste a las mismas tinieblas en su morada. Porque la rutina es el infierno entero volcado en el pecho como una lengua de horas. Porque amo la estrategia de la luz y me estallan cien sonetos en la boca apestada y fría. Buscaba ser feliz y me cobijé en un libro. A cierta edad los libros son bálsamos, soluciones farmacológicas, pócimas de una magia antiquísima. No recuerdo haber leído nada en la época en que yo era John Wayne en la calle Jaén, en Córdoba, en 1.972. Faltaban muchos años para que yo encontrase calor en un libro. No sentía frío o lo sentía y no advertía el daño que el frío me estaba produciendo. Cuando uno es feliz y lo es sin dobleces ni oraciones subordinadas, no hace falta engañar al reloj y buscar consuelo en las historias que forjan los otros. Eres tú el que las inventa, tú el que se aventura por el miedo y vuelve lleno de barro y con un cardenal en la rodilla, pero ufano y feliz, convicto de intriga y de asombro, esclavo felicísimo del juguete que es uno mismo. Detrás del disfraz de John Wayne, allá donde uno deja la pistola, la placa del sheriff y el sombrero clásico, ahí, en ese lugar mágico, está Dios. Un Dios al acecho, uno atento a las mareas y a las cosechas, que aturde sólo con nombrarlo y que tutela nuestro lento y ceremonioso ingreso en la sombra. En 1.970, cuando yo era John Wayne, un John Wayne bizco y manso, hijo de buenos padres, noble y generoso como casi ningún Wayne de ninguna otra infancia, yo no creía en Dios. Un Dios con la cara de Peter Parker. Un Dios con mi cara cuando me iba a la cama y pensaba en lo bueno y en malo del mundo, en lo que me aguardaba, en las posibilidad de que yo hiciese algo bueno en la vida. Hay momentos, incluso en la vida de un niño, en que el futuro es una instancia mesurable. Será verdad que nos diferenciamos de los animales en el hecho de que ellos no piensan en futuro. O lo hacen. No lo sé. Al poco de todo eso, conforme fui abandonando el paisaje (me lo quité sin saber el precio que habría de pagar por ese sencillo gesto) se me instaló una conciencia macabra de la divinidad. Me fue devorando por dentro, me fue iluminando por dentro, me fue creciendo hacia afuera, cuidando de que mi yo heroico, el yo épico de 1.970, no muriese del todo. Ahí anda quizá todavía. Agazapado. Sale a veces. Tímidamente sale. Se enseña. Dice: mirad, ya no soy John Wayne, soy Emilio Calvo de Mora Villar, soy Bill Evans en el Carnegie Hall, soy un tommyknocker, soy el bajista de Cream, soy Humphrey Bogart con su halcón maltés, soy torpemente Funés el memorioso, soy el niño escondido en un barril lleno de manzanas a salvo de todos los piratas de las librerías. En el fondo, he aquí la biografía de quien siempre quiso quedarse en las páginas de la Marvel, en las historias del Jabato y del Capitán Trueno, en las películas de Errol Flynn en los bosques de Sherwood y en el patio del colegio Fray Albino con el Peña, el Segu, Raúl y el Cobos. Pero me quité el disfraz de John Wayne y Dios me alistó en su nómina de perplejos y de alucinados. A Dios lo visito a diario a mi modo. Le cuento lo que me pasa y él me cuenta lo que le pasa. Flipo con Dios y Dios seguro que flipa conmigo. Del pasado tenemos siempre a mano un relato fantástico. Se tiene la impresión de que podemos merodear la responsabilidad de contar cómo pasaron verdaderamente las cosas, pero es que el tiempo hace que no poseamos ese dominio de la trama. Digamos que todo está ahí, insinuado, convertido en una especie de prontuario fiable de narraciones, pero luego el conjunto no se apresta a transcribirlo. Además tampoco sabríamos restituir esa novela sentimental sin hacer que concurse la fantasía. En un modo extremo, en el caso de que la fantasía condimente en exceso la trama, el pasado sobre el que debemos hablar no difiere de la ficción pura. A veces he pensado que no soy un ser religioso porque tengo los libros. Porque la ficción me llena al modo en que lo hacen, a decir de quienes creen, las historias de los libros sagrados. Los míos son sagrados también. De una sacralidad completamente personal. I've got my own personal JesusLa fotografía no enseña nada del Emilio que viene después. El que se perdió en las letras y se encontró en las letras. El que enfermó de metáforas y sanó en las metáforas. El que se aprendió la historia del mundo debajo de las barbas del león de la Metro. El que se prendó de la música del idioma de Milton y de la voz de Sinatra en sus discos de la Capitol.  El que miraba con arrobo el abismo y se preguntaba cómo sería no salir nunca de él. Ninguno de esos que luego se presentaron estaba en ése apunta al fotógrafo (mi padre, supongo) sin interés alguno en dañarlo. Como diciendo: te puedo matar, pero la pistola es de juguete. Como aligerando la gravedad del gesto con un mohín parvulario, con una evidencia de lo frágil que en ese edad puede llegar a ser uno. Más tarde la edad hace sus estragos, se cobra sus peajes, nos cuenta: te puedo matar, pero las palabras con las que te amenazo son de juguete. Como aligerando también la gravedad del texto con una posdata frívola, con una de esas golosinas que con frecuencia nos pone en los labios para que, al mordisquearla, al sentir cómo se funde con la saliva y explota en la garganta, apreciemos el gozo de las pequeñas cosas. Las grandes, las relevantes, las que siempre aparecen en los libros de Bucay, en esos prontuarios de dietética moral, nunca aparecen en las fotografías. Se registra lo pequeño. Se guardan las cosas que apenas molestaron. Más tarde es cuando las entendemos. Hoy es cuando me he sentido John Wayne y he disfrutado la mentira. Vuelvo a la idea primaria: al yo de un año perdido en un álbum de fotos. Al final los años son indicios de una evidencia a la que accedemos de forma frágil, sin la entereza de lo aprehensible, carentes del fulgor de lo real. Lo real esplende. La memoria es un cocktail de mentiras a las que aligeramos de tragedia. Solo es nuestro lo que perdimos, dejó escrito Borges. No sé la razón por la que caigo en Borges en textos como éste. Supongo que llegó el primero. Como los primeros amores. Me voy a refugiar en un verso de Bukowski. En Philip Roth contando las bondades de beber mucho, en la feliz eucaristía del alcohol. Hoy me hace falta esa rudeza absoluta.  Me vacío y me lleno. Bailo sobre el abismo.


Texto remozado / Reduxing (se dice así) de la malherida (pero viva todavía) Barra Libre. Se añaden líneas, se omiten otras. Justo lo que mi amigo P. me pide siempre que hago cuando escribo. Que revise, que revise, que lo lea y me lo cuente a mí mismo de nuevo. A ver qué opino. 

13.10.15

Rattle that lock, David Gilmour / El magisterio de la edad


Al genio siempre se le espera. Da lo mismo que renquee, rehuya la responsabilidad o abiertamente tropiece y se dé de bruces con el suelo. David Gilmour se ha caído las veces suficientes como para agradecer que haya izado de nuevo el vuelo y tengamos en manos este espléndido disco. Se agradece más incluso cuando no es habitual que sus obras en solitario brillen o tengan una repercusión mediática que trascienda la etiqueta de guitarrista o líder -junto con Roger Waters - de una de las mejores bandas de rock de la historia, Pink Floyd. Por eso uno aplaude una vez y aplaude las veces que hagan falta que Gilmour haya encontrado la vía o se la hayan buscado. Ahí está la producción de Phil Manzanera, el alma en la sombra de otra gran banda, los Roxy Music de Bryan Ferry. De hecho hay partes del disco que poseen ese aire dandy que eran marca de la casa en su banda en los gloriosos setenta. Lo de todos estos grandes dinosaurios del rock es admirable: siguen en la brecha, hacen que no parezca que el tiempo les afecte, demuestran (a veces, no siempre, no crean) que la música les sigue apasionando o que el negocio de la música continúa teniéndolos entretenidos, que de todo hay. 

Rattle that lock es un disco complaciente, en el fondo. No arriesga, no entra en asuntos que no le conciernen, no se despeña en licencias que pudieran malograrlo. Se limita a predicar con el recetario de milagros que funcionaron con Pink Floyd. Hasta la portada tiene ese aire de grandilocuencia plástica que tenían las de la banda. El interior es espléndido: hay cortes que harían feliz al más inspirado Leonard Cohen (Faces of stone) e instrumentales que podrían incluirse en las obras maestras de Pink Floyd como el corte con que se abre (5 AM) y el que lo cierra (And then). Para que el disco se cuele en las radio-fórmulas, pensando en acceder al público que todavía no conoce de dónde viene, Gilmour factura una pieza AOR, la que da título al disco y, sin duda al respecto, la menos afortunada del mismo. Emociona (mucho) A boat lies waiting, con el ascendente de Crosby, Still and Nash o la ya citada Faces of stone, la gran canción del álbum, la que me ha acompañado estos últimos días y de la que no puedo desprenderme y hace, junto con In any tongue, en cierto modo, que escriba esta reseña. 

12.10.15

Regresión, Alejandro Amenábar / La ilusión del mal


En Regresión, la última película de Amenábar, sucede con la vida misma. Incluso el peor día tiene algo que hace que haya merecido la pena vivirlo. Da igual que sea una puesta de sol o un paseo por el parque o un abrazo de un amigo. Cuando el día concluye y haces una especie de balance de lo que te ha ocurrido, no puedes evitar pensar en esas briznas de felicidad. El resto, lo mediocre o lo abiertamente malo, ocupa un lugar menor, uno al que no se le concede la voluntad de tenerlo en consideración. Anoche, viendo Regresión en una sala completamente abarrotada, me reconcilié con el cine. No porque la cinta fuese buena, que lo es a ratos y no lo es en su mayor parte, sino por el privilegio de que otros cuenten historias y las escuches y se esmeren en contarlas con afecto, con respeto a tu inteligencia y con infinito amor a la idea misma de narrar. Amenábar narra muy bien, posee los mecanismos de la narración sólidamente anclados en su oficio de director, pero Regresión no posee una buena historia. Es una trama previsible, limpia en su apariencia, en la que el director sortea con muy notable habilidad la truculencia, las señas de identidad de la serie B con la que en un principio podríamos asociarla. El estilismo con el que la plasma es de una factura sobresaliente: la mano artesana suple lo que no alcanza el argumento. Aplicando un criterio estrictamente literario, Regresión es una historia de una sencillez disuasoria, en la que la sordidez de lo narrado engancha, pero donde no hay empatía alguna con nada de lo que se ve. La deja uno fluir sin que nada se incruste dentro, esperando en vano que la narración de verdad, la que se espera de un autor como Amenábar, ambicioso, de un talento no puesto en duda en absoluto, pero no la hay. Y a pesar de todo lo dicho, habiendo sorteado lo elemental de su trama, Regresión atrapa al espectador, hace que se pregunte continuamente dónde se producirá el golpe de efecto, el giro necesario para que la obra sea admirable y salga uno de la sala satisfecho, convencido de que el cine hace que la vida resplandezca al menos durante un par de buenas horas.

Lo que Regresión borda es el engaño, esa batalla no resuelta entre la fe y la razón, entre el corazón y la cabeza. Al final, Amenábar cede al patrón mainstream, fusila con un pelotón de profesionales al imaginario fantástico y deja en el paladar un regusto a policiaco eficiente, a thriller competente, solo eso, nada más. Como hay tanto bodrio por ahí suelto que usa estos mismos ingredientes, Regresión gana conforme se va uno alejando de la sala, pero nada más poner el pie fuera, en cuanto piensas qué has visto, en qué has dejado la tarde del domingo, Ha visto uno tanto cine que sabe a qué criterio atenerse. El error de Amenábar proviene de lo que se espera de él, de lo que sabemos de lo que es capaz. Puesta en manos de un director desconocido, la aplaudiríamos, diríamos que es el comienzo de una carretera prometedora. Pasa que la de el director español está ya afianzado, incrustada incluso en la maquinaria del cine español. Bastaba echar la vista alrededor y comprobar que no había casi ninguna butaca libre. Hay cineastas a los que exigimos que nos fascinen. Si no lo hacen, en caso de que flaqueen y facturen una obra menor, los fustigamos, los apremiamos a que espabilen y nos vuelvan a encandilar. Sé que es un vicio cinéfilo. Amenábar es una joya, un visionario, un genio en lo suyo, pero no somos capaces de actuar con benevolencia y vamos al cuello, a ver en dónde podemos aplicar la mordedura para que el caño de sangre sea mayor. 

Luego está el olor de Regresión. No hay nada más que dejarse llevar por la memoria para encontrar innumerables referencias, nobles todas ellas, enmarcadas en la historia misma del cine, de la que Amenábar es un más que correcto lector. La cinta huele a los clásicos de los setenta. El ambiente entero, esa fotografía tenebrista, ese gris potente, nos hace pensar en La semilla del diablo de Polanski, en muchas serie B setentera de mucho fuste, en Pakula, en Siegel, en Lumet, incluso en Corman. Lo bueno es que no se abusa del satanismo, de las escenas que pudieran propiciar una iconografía más efectista, de ceremonias sangrientas que engolosinen al voyeur de la Hammer, al espectador crecido en el giallo italiano, auspiciado por el mejor Darío Argento o por Nicholas Roeg. Sobra tal vez cierta concesión a lo psiquiátrico. Se manejan grandes palabras. Se habla de Dios y del Diablo, del mal como un cáncer, de la imposible redención de la humanidad, tentada desde tiempos ancestrales por lo perverso, pero no se ahonda, no hay una lectura humana del mal hasta que el detective, un concentrado Ethan Hawke, encuentra las pistas que limpian el farragoso terreno que ha ido pensando desde que Angela (Emma Watson) denuncia la violacion de la que ha sido objeto y a la que pone la cara de su padre, una especie de satanista palurdo, de granja perdida en mitad de la nada. Con todo, a pesar de las lecturas, las políticas, las narrativas, las emocionales, Regresión no convence. Se despeña en lo obvio, en la narración misma, en el cuento que nos vende. Y estamos muy de vuelta de muchos cuentos y hemos comprado ya demasiadas cosas.  


7.10.15

Díptico

Sombras
Nos fascinan las sombras, las que están al fondo, las que inquietan más que la propia luz. De hecho todo el predicamento de la luz, su hegemonía moral, esa especie de bondad que se le atribuye cae con estrépito si miramos la historia de la literatura, la del cine o los mismos evangelios. Los pasajes con los que aprendemos a ver el mundo son los entenebrecidos, los que nos hacen recorrer el mal o el sucedáneo más a mano que pase por ahí. Es el malo el que esperamos siempre en las películas. El bueno, el pobre bueno, refuerza la idea que se nos ha inculcado sobre el triunfo del bien. Pero luego vemos la realidad y advertimos que lo que vende y a lo que nos acercamos con mayor morbo (ah qué palabra más hermosa es morbo) es lo roto, lo fracturado, todo lo que no está bien. En el infierno se está mejor, decía mi amigo M. Igual estamos ya dentro. Lo que venga después, todo lo que se nos ha contado, será una extensión, un bucle.

Calles
El otro, paseando mi pueblo, pensé que las calles me pertenecían igual que me pertenece la casa en la que vivo o los libros que me esperan en las baldas. Son posesiones de distinto rango, no se pueden considerar que responden al mismo tipo de preguntas, ni dan el mismo tipo de respuestas. La calle me pertenece de un modo elemental. No hace falta que la haya paseado o que haya vivido en ella alguna experiencia remarcable. Basta con cruzarla una vez, con ir de un lado a otro y detenerse a pensar en la relación que tenemos con ella. En este improvisado hilo argumental, la ciudad también es mía. Cualquier ciudad que haya visitado. Están hechas para que yo las pasee y las ame o las odie. Justo lo que hace uno con las cosas de las que es dueño. Hay días que las abraza y días en que las aparta. No sé qué relación exacta tengo con la ciudad en la que vivo. Sé que los años me han hecho sentirla cerca, admitir que tengo más recuerdos suyos que de ninguna otra en la que haya vivido. O casi. 




Creer

Fotografía /  Inge Schuster De quien nada sabe se puede esperar el milagro de la clarividencia absoluta. El que ve un color puro y cree habe...