A Antonio Sánchez Huertas.
En mi amigo Antonio abrevan provincianas, elementales
bestias, alucinados ángeles.
Siendo como es dios pequeño de su alado verbo,
abruma con su parlamento enorme y, en ocasiones, remotos pájaros
le vienen en bandada y con ellos departe demiurgas sílabas.
Complacido de su causa,
ufano de itinerarios y de ternuras,
mi buen amigo Antonio celebra el tiempo
en íntimas advocaciones al numen de todas las cosas importantes
y lee a Stephen King a bocados
y consulta los diarios en las barras de los bares
como si el mundo acabase de anunciar
su previsible finiquito.
Se deja vivir así,
ordenando los días
en cervezas, en periódicos, en un hijo bonito que le dio el Atlántico,
en esposa cómplice de sus vuelos.
Hoy traigo este encargo de fijarle
un tema más de conversación
que nos ocupará gratísimos ratos
en la barra de Espuma’s, que ya no está.
No hay lugar en donde él y yo no hayamos estado.
Ninguno en donde no esté la rúbrica de ese paso.
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