16.10.15

Bailando sobre el abismo / John Wayne Redux



Al principio no fue el verbo ni tampoco la palabra izada en el cielo como un gran sombrero con un conejo dentro. Al principio, en el instante en el que la tierra bramó árboles y montañas, ríos y criaturas, en el momento en que el cielo expuso su azul más nuevo, cuando la sombra se reconoció sombra y la luz un vértigo de colores, ya estaba John Wayne. Ahí le ven, interrogándose sobre la naturaleza caótica del cosmos, contemplando el triunfo de la belleza, esgrimiendo su Colt como único discurso frente al desquicio de las horas. Un John Wayne sin la malicia que luego le ocupó el alma. Quizá uno sin alma todavía. Un John Wayne imberbe, un John Wayne sin curtir todavía, un John Wayne miope y sin montura, fantaseando con la posibilidad de que la calle Jaén, en la que nació,  sea en realidad Monument Valley y esté John Ford detrás de la cámara registrando el prodigio. Yo era John Wayne en 1.972, aunque comprase en el kiosko cómics de la Marvel y soñara a Peter Parker enfundándose la malla arácnida para combatir a Kingpin y al Duende Verde. Luego vino Kafka y puso cien migrañas encima de la mesa. Vino el mundo con su barbarie sin propósito. Vino el caos con la enfermedad dentro. La literatura. Si no hubiese conocido a John Wayne probablemente no habría entrado Kafka en mi vida. Sin Kafka posiblemente Emilio Calvo de Mora Villar habría sido sustancialmente otro, pero no éste, aquí ensimismado, dejado caer sobre la limpieza fundamental de la página, colocado de palabras, embriagado de voces, como un loco. Vestido de John Wayne en la calle Jaén, en Córdoba, hacia 1.972, mi cabeza era una cabeza mansa y protegida de perturbaciones, convencida de estar en el mejor de todos los mundos posibles, ajena al vértigo y a la fiebre del mundo verdadero que bullía (colérico) por ahí afuera. Mi niñez fue siempre fábula de fuentes. Fui el niño miope sin hermanos que recorría el Volga con los ojos cerrados y visitaba los mares del Sur en el rutilante blanco y negro de Raoul Walsh. Fui el lector entusiasta de los tebeos que me iban prestando, el que ocasionalmente compraba alguno, mansamente. Ninguno de las cosas que me hicieron vivir después de ser John Wayne guardan relación con ser John Wayne y salir a la calle sin que Kafka te haga caer en la cuenta de que poco a poco, en silencio, inadvertida y fluidamente, el caos va ocupando tu cerebro y el miedo a no volver a ser John Wayne se instala en tu corazón y ya nunca sale. Se puede odiar a John Wayne por este sindiós recién montado. Se puede tener la propiedad de la memoria y ver que no la gobernamos enteramente. Líbranos de la rutina, oh señor inmarcesible, oh alto caudal sin brida, oh Tú, que venciste a las mismas tinieblas en su morada. Porque la rutina es el infierno entero volcado en el pecho como una lengua de horas. Porque amo la estrategia de la luz y me estallan cien sonetos en la boca apestada y fría. Buscaba ser feliz y me cobijé en un libro. A cierta edad los libros son bálsamos, soluciones farmacológicas, pócimas de una magia antiquísima. No recuerdo haber leído nada en la época en que yo era John Wayne en la calle Jaén, en Córdoba, en 1.972. Faltaban muchos años para que yo encontrase calor en un libro. No sentía frío o lo sentía y no advertía el daño que el frío me estaba produciendo. Cuando uno es feliz y lo es sin dobleces ni oraciones subordinadas, no hace falta engañar al reloj y buscar consuelo en las historias que forjan los otros. Eres tú el que las inventa, tú el que se aventura por el miedo y vuelve lleno de barro y con un cardenal en la rodilla, pero ufano y feliz, convicto de intriga y de asombro, esclavo felicísimo del juguete que es uno mismo. Detrás del disfraz de John Wayne, allá donde uno deja la pistola, la placa del sheriff y el sombrero clásico, ahí, en ese lugar mágico, está Dios. Un Dios al acecho, uno atento a las mareas y a las cosechas, que aturde sólo con nombrarlo y que tutela nuestro lento y ceremonioso ingreso en la sombra. En 1.970, cuando yo era John Wayne, un John Wayne bizco y manso, hijo de buenos padres, noble y generoso como casi ningún Wayne de ninguna otra infancia, yo no creía en Dios. Un Dios con la cara de Peter Parker. Un Dios con mi cara cuando me iba a la cama y pensaba en lo bueno y en malo del mundo, en lo que me aguardaba, en las posibilidad de que yo hiciese algo bueno en la vida. Hay momentos, incluso en la vida de un niño, en que el futuro es una instancia mesurable. Será verdad que nos diferenciamos de los animales en el hecho de que ellos no piensan en futuro. O lo hacen. No lo sé. Al poco de todo eso, conforme fui abandonando el paisaje (me lo quité sin saber el precio que habría de pagar por ese sencillo gesto) se me instaló una conciencia macabra de la divinidad. Me fue devorando por dentro, me fue iluminando por dentro, me fue creciendo hacia afuera, cuidando de que mi yo heroico, el yo épico de 1.970, no muriese del todo. Ahí anda quizá todavía. Agazapado. Sale a veces. Tímidamente sale. Se enseña. Dice: mirad, ya no soy John Wayne, soy Emilio Calvo de Mora Villar, soy Bill Evans en el Carnegie Hall, soy un tommyknocker, soy el bajista de Cream, soy Humphrey Bogart con su halcón maltés, soy torpemente Funés el memorioso, soy el niño escondido en un barril lleno de manzanas a salvo de todos los piratas de las librerías. En el fondo, he aquí la biografía de quien siempre quiso quedarse en las páginas de la Marvel, en las historias del Jabato y del Capitán Trueno, en las películas de Errol Flynn en los bosques de Sherwood y en el patio del colegio Fray Albino con el Peña, el Segu, Raúl y el Cobos. Pero me quité el disfraz de John Wayne y Dios me alistó en su nómina de perplejos y de alucinados. A Dios lo visito a diario a mi modo. Le cuento lo que me pasa y él me cuenta lo que le pasa. Flipo con Dios y Dios seguro que flipa conmigo. Del pasado tenemos siempre a mano un relato fantástico. Se tiene la impresión de que podemos merodear la responsabilidad de contar cómo pasaron verdaderamente las cosas, pero es que el tiempo hace que no poseamos ese dominio de la trama. Digamos que todo está ahí, insinuado, convertido en una especie de prontuario fiable de narraciones, pero luego el conjunto no se apresta a transcribirlo. Además tampoco sabríamos restituir esa novela sentimental sin hacer que concurse la fantasía. En un modo extremo, en el caso de que la fantasía condimente en exceso la trama, el pasado sobre el que debemos hablar no difiere de la ficción pura. A veces he pensado que no soy un ser religioso porque tengo los libros. Porque la ficción me llena al modo en que lo hacen, a decir de quienes creen, las historias de los libros sagrados. Los míos son sagrados también. De una sacralidad completamente personal. I've got my own personal JesusLa fotografía no enseña nada del Emilio que viene después. El que se perdió en las letras y se encontró en las letras. El que enfermó de metáforas y sanó en las metáforas. El que se aprendió la historia del mundo debajo de las barbas del león de la Metro. El que se prendó de la música del idioma de Milton y de la voz de Sinatra en sus discos de la Capitol.  El que miraba con arrobo el abismo y se preguntaba cómo sería no salir nunca de él. Ninguno de esos que luego se presentaron estaba en ése apunta al fotógrafo (mi padre, supongo) sin interés alguno en dañarlo. Como diciendo: te puedo matar, pero la pistola es de juguete. Como aligerando la gravedad del gesto con un mohín parvulario, con una evidencia de lo frágil que en ese edad puede llegar a ser uno. Más tarde la edad hace sus estragos, se cobra sus peajes, nos cuenta: te puedo matar, pero las palabras con las que te amenazo son de juguete. Como aligerando también la gravedad del texto con una posdata frívola, con una de esas golosinas que con frecuencia nos pone en los labios para que, al mordisquearla, al sentir cómo se funde con la saliva y explota en la garganta, apreciemos el gozo de las pequeñas cosas. Las grandes, las relevantes, las que siempre aparecen en los libros de Bucay, en esos prontuarios de dietética moral, nunca aparecen en las fotografías. Se registra lo pequeño. Se guardan las cosas que apenas molestaron. Más tarde es cuando las entendemos. Hoy es cuando me he sentido John Wayne y he disfrutado la mentira. Vuelvo a la idea primaria: al yo de un año perdido en un álbum de fotos. Al final los años son indicios de una evidencia a la que accedemos de forma frágil, sin la entereza de lo aprehensible, carentes del fulgor de lo real. Lo real esplende. La memoria es un cocktail de mentiras a las que aligeramos de tragedia. Solo es nuestro lo que perdimos, dejó escrito Borges. No sé la razón por la que caigo en Borges en textos como éste. Supongo que llegó el primero. Como los primeros amores. Me voy a refugiar en un verso de Bukowski. En Philip Roth contando las bondades de beber mucho, en la feliz eucaristía del alcohol. Hoy me hace falta esa rudeza absoluta.  Me vacío y me lleno. Bailo sobre el abismo.


Texto remozado / Reduxing (se dice así) de la malherida (pero viva todavía) Barra Libre. Se añaden líneas, se omiten otras. Justo lo que mi amigo P. me pide siempre que hago cuando escribo. Que revise, que revise, que lo lea y me lo cuente a mí mismo de nuevo. A ver qué opino. 

1 comentario:

María Cuadra dijo...

Una liberación, el texto.

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