3.11.13

Leer es viajar, viajar es leer




Leí una vez que el turismo es una suspensión del tiempo, una especie de sustracción racional de la modélica mecánica de las horas. Al turista, concebido como un objeto, le incumbe la realidad, pero no la realidad minuciosa, la sobredotada de significado, sino su reverso infame, la reducción cartesiana de su oferta. Uno es un turista o es un viajero o es un lector turista o es un lector viajero. Porque hay lectores casuales, que acceden al libro de un modo irrelevante. Lo que verdaderamente anhela es que se le entretenga. Sobre el entretenimiento, alrededor de esa convención del ocio, forja su estilo lector. Lo que no le asombra, no lo acepta o tal vez solo  lo acepta livianamente, sin entrar en demasía en su discurso. Al turista le interesa la ciudad ejemplar, no ambiciona la pesquisa, la indagación pura. Le basta captar la mercancía, apreciar la calidad del envoltorio. Uno visita París o Lisboa en un tour organizado o lee el libro que Antena 3 bombardea (uno de Planeta, qué pensaban) en la coda mercantil de sus informativos. Hasta el tiempo se adelgaza en cuanto uno distingue entre el viaje personal o el turismo standard, entre la lectura íntima o la acometida de forma ligera, sin que existe un verdadero acopio de contenidos remarcables. 

Hay una lógica de la mediocridad, una utilidad quizá de más arraigo social que la meramente cultural o estilística. Si yo leo a Dan Brown o visito el París o la Lisboa postal no leo literatura ni estoy viajando: solo estoy creando la ilusión de que leo o de que viajo. Es el mercado al que le interesa esa voluntad de acceso a la cultura. Interesa más que uno coma hamburguesas en la judería de Córdoba (de hecho hay un nefasto Burguer King a la vera de la Mezquita-Catedral) o que lea a Julia Navarro (que tiene stands en las pescaderías de El Corte Inglés, junto a los bogavantes y los rapes) que viaje por el Alentejo o lea a Fernando Pessoa, cuyos libros nunca estarán en esos escaparates tan portentosos. No hay ninguna evidencia comercial de que Pessoa enriquezca la caja mensual de las grandes librerías. Es más práctico que el ránking de libros más vendidos está liderado por Ken Follett o por Stephen King. No tengo nada contra los best sellers. No creo que indiquen un tipo de lector elevado, pero ofrecen un marcador fiable: el de un lector, al menos. Tiene que habe promiscuidad lectora, cierta intención libidinosa (Cincuenta Sombras de su Meretriz Madre). De ahí, de ese recuento de monedas, proviene que autores menores (de una relevancia mediática menor) puedan sacar libros y haya lectores que lo celebren. 

Los lectores y los viajeros ideales son gourmets. Leer y viajar son actividades íntimamente conectadas: ambas apelan a un paraíso oculto, que las palabras o los kilómetros desvelan. Las dos inculcan un modelo creativo, uno lo suficientemente festivo como para que el lector accidental o el viajero casual cuestionen los libros que leen y las ciudades que visitan y ambicionen un riesgo: el no de estar a la altura, de que no sea suficiente pasear los Campos Elíseos o Central Park y convenga perderse en la ciudad interior, en los barrios sin la distinción prevista, donde no llegan los tour operadores, en libros que no se venden mucho o que incluso se venden poquísimo. Huír del cliché, hacer que malogre su propósito el tópico, y uno no tenga necesariamente que subir a la Giralda y baste pasear al azar, sin propósito, las calles de Triana, las que no se ajustan a la postal, si es que queda alguna, claro. De lo que se trata al cabo es de dejarse conducir por la mano invisible de ese azar maravilloso. En la escuela tal vez deberíamos promover que estas maneras de abordar la realidad (en un libro o en un viaje) obedezcan a un interés estrictamente emocional. Que no busquemos enseñar los contenidos de siempre, o no eso tan solo, sino también festejar los sentimientos que esos contenidos producen. Abusamos, en la escuela, de un precepto: el que todo posea un rendimiento práctico, instantáneo casi, de que se enseñen cosas que luego pueden usarse, de que el alumno suprima su voluntad (nunca aprenden lo que ellos quieren) y se abrace a la ajena, a la que dictan los programas que los maestros cumplimos con fervor y con entrega. De ahí que el turista visite París con ciertas convicciones muy firmes: la de no salirse de la cola, la de no perder las indicaciones de su guía, la de pagar todas las excursiones. Es una consecuencia de la escuela: de la idea (perversa en el fondo) de que lo importante es el cuadro-resumen, el texto en amarillo, el destacado, el que debes aprender y manuscribir después, en el examen, con una caligrafía legible. 

Hay en todo esto una perversión dulce. El clasicismo burgués del XIX banalizó el turismo, lo atrapó, le despojó de todo su romanticismo (del gran Romanticismo como modelo idílico del viajero sin prejuicios) y lo hizo converger con sus maquinaciones monetarias. El legado es la seducción un poco vulgar, que no pretende agotar el modelo, sino que se conforma con airearlo un poco, con dar a entender que no hace falta entrar en todas las salas del Museo del Prado, sino en una o en dos, las que se publicitan en los carteles, de las que uno pueda después decir esto o aquello, atinado o no, pero que informa de la visita. Es mejor un simulacro de altura que una experiencia real mediocre. Y el mercado sigue apropiándose de la cultura. Y la adelgaza para que quepa en sus escaparates. Estamos avisados, pero desoímos la llamada. Seguimos visitando París o Lisboa con el ardor twittero de volcar luego las fotos en nuestro muro. Seguimos leyendo con las miras puestas en contarlo después. Como el chiste aquel en el que un español, a punto de ser ajusticiado, no pedía el último deseo de rigor. Y para qué lo quiero si no se lo voy a poder contar después a nadie.

9 comentarios:

Pedrodel dijo...

Te imagino en soledad, absorto, alejado de discursos, sin más compañía que la un buen disco de jazz, escribiendo embelesado este ensayo turístico literario.

Te cuento ahora un secreto. Después de 14 días en París y la France, hartos de patear y ver castillos, museos, catedrales, ...; decidimos plantarnos y no entrar en una de sus joyas. Cruzamos la plaza y nos sentamos en la terraza de un café con maravillosas vistas. Nos supo a gloria. Nuestros compañeros de viaje aún nos lo reprochan. Nosotros, en cambio, aún recordamos con gozo como degustamos la tarde parisina al aroma de un buen café

Ramón Besonías dijo...

A mí cada vez me 'jarta' más el turisteo medioclasista. Siento la ciudad no como un descubrimiento, más bien como un parque de atracciones, un producto multimedia. Y yo, claro, paso a convertirme por efecto natural en un consumidor de lugares y eventos. Incluso cuando me da por hacer fotos de pronto me veo a mísmo como un japonés fagozitando instantáneas.

Un retiro elegido, un fugaz encuentro, la soledad en naturaleza. Sentir sin la mediación mercantil. En esas estoy. Noble y difícil empresa la mía.

Saramaga dijo...

Pues fíjate, yo que trabajo en esto del turismo, he notado que cada vez más, la gente quiere descubrir cosas diferente, que nadie más haya visto. Ya interesa menos hacerse la foto junto a la torre Eiffel, y más contar que has estado en un restaurante que nadie más conoce, o visitado un lugar escondido que sólo conocen los habitantes del lugar en cuestión. Y esto, me sigue pareciendo casi lo mismo que lo que comentas en tu post, sólo que salpicado de unas gotas de snobismo y de querer sentirse especial.
Hace tiempo que me di cuenta que lo que guarda mi mente tras un viaje no es lo que mis ojos han visto, si no las sensaciones que he traído conmigo.
Y cada vez, hago menos fotos.
Besos!

Unknown dijo...

Actualmente leer es casi la única manera que tengo de ser turista por rincones remotos. Que no nos quiten eso, por favor.

Un saludo, Emilio.

Mycroft dijo...

Yo empecé de turista, y he acabado de viajero. Parto mañana. Espero una ruta poco común, espero Ítaca, Kavafis, sin postales perfectas, nada, un simple aliento iniciático, una mirada limpia, solo un cuaderno y un boli, una canción triste para el tren, un amigo en la plaza, rostros, gente, no piedras, las piedras no hablan.Dejemos que la vida sea imprevista. Soy viajero.

Emilio Calvo de Mora dijo...

Es una imagen habitual, amigo Pedro. Muy habitual. Suelo escribir con música. Nunca, nunca en silencio. Necesito un ruido de fondo, un ruido amable y amado como el jazz o el ruido de un cursillo, a veces, usted ya me entiende y mejor sobra la explicación, que ya viene de añadido.
Sé que Eloísa, Blanca y tú sois buenos viajeros. No lo dudo. En absoluto. Y que no decaiga.

Emilio Calvo de Mora dijo...

Viajar se está poniendo cada vez más difícil, Ramón. No solo la cosa del pecunio sino también la presión social, cierta idea de que hay que hacer ciertas cosas y que hay que hacerlas sin más historia, como una obligación ineludible. Consumidores de nosotros mismos, al cabo.

Hace tiempo que no usa una muy buena cámara de video que me compré. La compré con las mismas ganas que me han hecho luego dejarla, en el cajón. Fotos, se hacen. Pero luego igual ni se ven. Están ahí, a capricho del momento. Te entiendo bien, Saramaga. Un abrazo...

Mycroft, fue bueno el viaje, supongo. Doy fe que lo fue. Falté yo en un tramo, pero se andará ese tramo descalzo. Somos viajeros. De algo, de dentro.


Emilio Calvo de Mora dijo...

Rafael Indi, que no nos falte el buen humor. Pero incluso los libros están caros, los muy jodíos.

Sara dijo...

A mi me encanta viajar, recorrer nuevas ciudades y conocer nuevas culturas. Yo llevo un libro con todas las anécdotas de mis viajes, las fotos que saque en los distintos lados y tambien los pasajes aéreos de lan en argentina y de las otras companias por las que viaje.

Un aforismo antes del almuerzo

 Leve tumulto el de la sangre, aunque dure una vida entera su tráfago invisible.