Carezco de la disposición moral que convierte a otros en personas declaradamente laicos o de creencias firmes, bien visibles, de asiento diario. Mi única firmeza es la incertidumbre. Es más: cada día la disfruto más enteramente. Me considero un privilegiado al no tener las certezas que quizá otros poseen. En la duda, en la mayoría de las dudas, no en todas, se vive mejor. No es que me tiente de pronto inclinarme en un altar y rezar todo lo que no he rezado nunca. Tampoco he visto ninguna luz que me invite a pensar en la divinidad, en los estamentos de su palaciega iglesia o en la bendición de que cuando muera estaré sentado a la derecha de un Padre con quien, de momento, no tengo intimidad alguna, del que descreo a veces y con quien, en otras, entablo un diálogo, un diálogo vacío o a medio llenar, pero no necesito un volcado completo, no preciso de esa sensación de plenitud intelectual o estética o moral. Digamos que me apaño en esta especie de mediocridad útil, que no dará para mucho, que no producirá un ciudadano especialmente relevante, pero con el que de seguro me llevaré bien y con quien, al irnos los dos a la cama, entablaré un diálogo fluido, uno en donde la conciencia no sea fracturada o dolida o reducida a una mercancía al modo en que uno observa que la tienen algunos otros. Siempre está la otredad, la visión periférica, la conclusión de que en el fondo estamos solos y miramos a lo que nos rodea como si fuese el hábitat hostil o fuese la mismísima selva. Piensa uno en Dios y se le viene encima una maraña infame de prejuicios. Deja uno de pensar en Dios y se le seca la voz y hay como una orfandad en el afecto, en el trato sencillo de las emociones, en esa idea pequeña (anque grata) de que no estamos solos por completo. Está uno al tanto de estos dulces vaivenes del espíritu. Consiente incluso que lo zarandeen. Da por buena esa acometida pacífica de la duda. Prefiere que exista, que ande por ahí abajo, ocupando su sitio. Pero por otro lado, observando esto y aquello con detalle, no me siento cómodo con los festejos que se organizan para adorar a Dios, con los templos que se levantan en su nombre, con los protocolos de adulamiento que se le ofrecen, con la coronación continua sobre la que descansa su reino en este mundo, con la artimaña de una vida después de ésta, con la intimidante idea de que soy vigilado y de que mis actos están siendo evaluados y de que seré salvado a razón de mi expediente cristiano y yo, tan descreído las más de las veces, de tan escaso o nulo afecto por las instituciones eclesiásticas, voy comprendiendo así, al correr fantasmal de los años, que se vive mejor en la disidencia, en la creencia (no firme de un modo absoluto) de que las únicas metáforas que de verdad deseo para mi deleite y salvación son las que me proporciona la literatura y no las que se airean en los púlpitos y que luego, viendo la realidad, uno ve huecas, vaciadas de significado, creadas para otros motivos que tal vez yo no alcance a entender. Me dejo buenamente llevar como puedo. Pierdo y gano incesantemente. Me consuela escribir, contarme las cosas para que, al registrarlas, se me aclaren o definitivamente adquieran su condición mistérica. De lo que no conozco, de esas cosas de las que poseo un sentido muy primario o muy frágil, admiro la maravillsa cantidad de ocio que me proporciona. Uno lee para que ese suministro no decaiga. Lee, muy reducidamente escrito, para emular a Dios y contemplar desde la altura más idónea la trama misma, sus adentros, el espacio que existe entre la nada y el gozo más puro. Está bien ser Dios. Uno lo es a diario. Al final siempre termino así, un poco desviado del propósito que anima cada escrito, un poco irreverente y un poco más feliz por hacer también, al escribir, de Dios de mis propios vicios. Soy un dios caprichoso, un dios rudimentario, un dios afincado en su soledad, como el Dios al que se le reza y del que se espera tanto. No seré un buen cristiano nunca. Tampoco lo deseo. No sé si soy un laico aceptable. No lo pretendo. Ahí ando, en ese limbo de imprecisiones metafísicas, en la cruda bondad de no tener ninguna constancia de que una opción u otra me va a hacer más feliz. Se trata de eso, al cabo, de arañar felicidad, de buscarla en todos sitios, de no tener otra motivación.
8.11.13
Dios oh Dios
Carezco de la disposición moral que convierte a otros en personas declaradamente laicos o de creencias firmes, bien visibles, de asiento diario. Mi única firmeza es la incertidumbre. Es más: cada día la disfruto más enteramente. Me considero un privilegiado al no tener las certezas que quizá otros poseen. En la duda, en la mayoría de las dudas, no en todas, se vive mejor. No es que me tiente de pronto inclinarme en un altar y rezar todo lo que no he rezado nunca. Tampoco he visto ninguna luz que me invite a pensar en la divinidad, en los estamentos de su palaciega iglesia o en la bendición de que cuando muera estaré sentado a la derecha de un Padre con quien, de momento, no tengo intimidad alguna, del que descreo a veces y con quien, en otras, entablo un diálogo, un diálogo vacío o a medio llenar, pero no necesito un volcado completo, no preciso de esa sensación de plenitud intelectual o estética o moral. Digamos que me apaño en esta especie de mediocridad útil, que no dará para mucho, que no producirá un ciudadano especialmente relevante, pero con el que de seguro me llevaré bien y con quien, al irnos los dos a la cama, entablaré un diálogo fluido, uno en donde la conciencia no sea fracturada o dolida o reducida a una mercancía al modo en que uno observa que la tienen algunos otros. Siempre está la otredad, la visión periférica, la conclusión de que en el fondo estamos solos y miramos a lo que nos rodea como si fuese el hábitat hostil o fuese la mismísima selva. Piensa uno en Dios y se le viene encima una maraña infame de prejuicios. Deja uno de pensar en Dios y se le seca la voz y hay como una orfandad en el afecto, en el trato sencillo de las emociones, en esa idea pequeña (anque grata) de que no estamos solos por completo. Está uno al tanto de estos dulces vaivenes del espíritu. Consiente incluso que lo zarandeen. Da por buena esa acometida pacífica de la duda. Prefiere que exista, que ande por ahí abajo, ocupando su sitio. Pero por otro lado, observando esto y aquello con detalle, no me siento cómodo con los festejos que se organizan para adorar a Dios, con los templos que se levantan en su nombre, con los protocolos de adulamiento que se le ofrecen, con la coronación continua sobre la que descansa su reino en este mundo, con la artimaña de una vida después de ésta, con la intimidante idea de que soy vigilado y de que mis actos están siendo evaluados y de que seré salvado a razón de mi expediente cristiano y yo, tan descreído las más de las veces, de tan escaso o nulo afecto por las instituciones eclesiásticas, voy comprendiendo así, al correr fantasmal de los años, que se vive mejor en la disidencia, en la creencia (no firme de un modo absoluto) de que las únicas metáforas que de verdad deseo para mi deleite y salvación son las que me proporciona la literatura y no las que se airean en los púlpitos y que luego, viendo la realidad, uno ve huecas, vaciadas de significado, creadas para otros motivos que tal vez yo no alcance a entender. Me dejo buenamente llevar como puedo. Pierdo y gano incesantemente. Me consuela escribir, contarme las cosas para que, al registrarlas, se me aclaren o definitivamente adquieran su condición mistérica. De lo que no conozco, de esas cosas de las que poseo un sentido muy primario o muy frágil, admiro la maravillsa cantidad de ocio que me proporciona. Uno lee para que ese suministro no decaiga. Lee, muy reducidamente escrito, para emular a Dios y contemplar desde la altura más idónea la trama misma, sus adentros, el espacio que existe entre la nada y el gozo más puro. Está bien ser Dios. Uno lo es a diario. Al final siempre termino así, un poco desviado del propósito que anima cada escrito, un poco irreverente y un poco más feliz por hacer también, al escribir, de Dios de mis propios vicios. Soy un dios caprichoso, un dios rudimentario, un dios afincado en su soledad, como el Dios al que se le reza y del que se espera tanto. No seré un buen cristiano nunca. Tampoco lo deseo. No sé si soy un laico aceptable. No lo pretendo. Ahí ando, en ese limbo de imprecisiones metafísicas, en la cruda bondad de no tener ninguna constancia de que una opción u otra me va a hacer más feliz. Se trata de eso, al cabo, de arañar felicidad, de buscarla en todos sitios, de no tener otra motivación.
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4 comentarios:
Siempre pensé que Dios era un amigo, pero también los amigos dan algunas veces una parte de ellos que no gustamos, así que Dios me sigue pareciendo alguien cercano, que no me anula sino que me enerva, que me eleva. Entiendo tu desapego, lo entiendo mucho porque yo también, en mi humilde condición de cristiana, he tenido baches y hasta socavones en mi camino hacia la rectitud, por decirlo de una forma. No soy una buena cristiana pero yo creo que no hay buenos o malos cristianos. Ni hay buenos o malos ateos. Todo es muy relativo, y eso lo expliquas soberbiamente, Emilio Calvode Mora. Me ha encantado tu post, mucho, de verdad. No coincidimos en el pensar "teológico", pero reconozco las cosas como son y mucho de lo que escribes puedo llegar a compartirlo. Gracias por tus palabras. La fe, incluso la fe a medias, como explicas, como el vaso a medio llenar, o el corazón a medio llenar, también es una forma de fe.
Emilio, no conozco a ningún activista teológico mayor que tú... La búsqueda es un estado sincero del alma y la sinceridad conecta siempre con la trascendencia...
Yo, ya sabes lo cateto que soy, cuando aparece este tema me acuerdo siempre de un cuento que me contaba mi padre cuando era chico:
Un santo padre cura estaba en la orilla de un río por donde debía haber un puente para cruzar, que se había llevado una crecida tormentosa, el hombre azorado porque tenía que estar puntual en el pueblo del otro lado para la hora del sermón y veía que no iba a llegar pues el río seguía bajando bastante crecido y mojarse y cruzar a pie era arriesgarse a perder la vida...
En estas estaba cuando llegó un típico, rústico y fornido aldeano con un burro, boina calada y colilla apagada en la comisura que, al conocer la precisión del padre cura, animoso, se ofreció al momento a cruzar al padre al otro lado compartiendo un gran burro que llevaba que era un ejemplar de raza que más parecía percherón que burro...
-Suba padre, no se apure que en un santiamén estamos los dos en la otra orilla montados como caballeros en mi rucio.
-Gracias hijo, Dios te lo pague, me llegas como un milagro...
Subió el padre cura a la cabalgadura detrás del rústico y empezaron a adentrarse en el río los dos muy felices porque al ser el burro tan alto no había peligro aparente de que sufrir ningún percance, así que sin prisa y sin pausa iban cruzando cuando resultó que justo cuando estaban en mitad del río, donde la profundidad era mayor, se dejó venir una avalancha de agua que casi tapaba al burro y a ellos les llegaba el nivel por el pecho y la corriente amenazaba con descabalgarlos.
El buen cura juntó sus manos, dirigió su vista al cielo y se puso en oración sincera y encandilada como no podía ser menos dada su condición y le pidió fervientemente a Dios que extendiera su mano misericordiosa y les salvara de aquel peligroso trance... Al momento de realizar ese deseo, el cura se sorprendió de ver como el aldeano no se sabe como había "amarañado" una gruesa vara de membrillo y estaba espoleando con ella al jumento y gritando con tal fuerza que hasta perdió la colilla de los labios:
-¡Arre borricooooo, que me cago en Dios, me cago en la Virgen, me cago en San Critóbal, me cago en tos los Santos del Cielo!... Y siguió con su acalorada "contraoración", blasfemia o lo que lo queramos llamar mientras al borrico se le pusieron los ojos y los agujeros del hocico como ojo de buey de tanto resollar y apretar las carnes para salir del atolladero, cosa que finalmente consiguieron después un buen rato en que se superpusieron las dos bandas sonoras en la misma dirección: El curita rezando con la intensidad mística más expresiva que no cabe en un cuadro del Greco y el aldeano echando sapos y culebras al Cielo que lo había puesto en semejante atolladero...
(Sigue a continuación...)
Así que finalmente llegaron a la otra orilla y todos mojados y extenuados por el esfuerzo físico y emocional, descabalgaron y el cura empezó a imprecar al aldeano por sus feas palabras:
-¡Pero hombre de Dios! ¿Cómo se le ocurre a usted blasfemar de esa forma tan ordinaria contra Dios Nuestro Señor y toda su corte en una situación tan extrema como hemos estado, a punto de perder la vida, que lo que tenía que haber hecho usted es unirse a mí en oración, que menos mal que El Señor me ha escuchado que si no...!
A lo que indignado el aldeano respondió:
-¡¿Cómo que si no...?! ¡¿Qué quería usted que me hubiera parado a rezaaaar?!Sí hombre, y el borrico se pone de rodillas y vamos todos a tomar por donde amarga el pepino!
En toda la ingenuidad y simpleza de este viejo chiste, veo yo el alma humana que es una misma cosa, pero repartida entre el cura (la naturaleza espiritual del hombre), el burro (la tenacidad y el esfuerzo) y el aldeano (la naturaleza terrenal y positivista), y cada uno con su misión... Y estoy convencido de que para cruzar sanos y salvos, los tres eran imprescindibles el uno para el otro.
Saludos cordiales, amigo, que la providencia terrena te sea propicia y el cielo te libre de situaciones comprometidas.
No estoy del todo de acuerdo contigo, Elena. La gente que entiende el desapego de los que no creemos luego empieza a decir que miremos en nuestro corazón y que encontraremos ahí adentro a Dios, y no sé si está o no, pero desde luego yo no lo he visto. Dios cree en mí y yo no él, pongamos. Y bueno, así iremos los dos. Yo, al menos, tengo que dormir con el corazón tranquilo y la conciencia limpia de que soy consecuente comigo mismo.
Amigo Pepe, de enmarcar, eso es tu post, doble post, de enmarcar. Y lo enmarco, al menos en mi memoria. Eres un crack, eres un tío con una mano en las nubes y otra en la tierra. Y eso es admirable, de verdad. Un abrazo.
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