Está el verano sin descarriarse de su rumbo, afinando su material de intimidación, dejando al descubierto la fragilidad del cuerpo, toda esa pobreza de ánimo con la que en ocasiones afrontamos el día. Los míos, cuando aprieta el sol, con su dulzor espeso, con su terca vocación de soplete, están como en tregua, sin que se distingan unos de otros, perezosos y felices, dejados caer como un fardo alegre al que de pronto le hubiesen rebajado todo el peso y se moviera sin propósito. El verano es un aplazamiento de algo que se ofrece detrás. La luz es en sí misma un aplazamiento de otras luces. Las palabras, en suma, aplazan otras palabras. El término en el que concluye todo no es una estancia o un paraje, una habitación o una playa, sino una sensación, una firme, instalada en la cabeza como un cuadro fijado a la pared. Es la sensación de que todo es una especie de ficción a la que nos hemos acercado de forma imprecisa, un poco sin saberlo y otro poco temiéndolo. En la ficción que nos regala el verano se viven las ficciones de los demás con más completa satisfacción. Es como si el lector lo fuese a modo completo, tenazmente, sin que ningún vínculo con la realidad lo distraiga del oficio al que ha encomendado su vida. Somos lectores del verano, que es un libro de humedad y de sombrillas en la arena, de noches bochornosas y de siestas convertidas en pequeños o grandes triunfos. Se duerme en la creencia de que accede uno a otro mundo o quizá porque la cabeza precisa de vez en cuando olvidarse del cuerpo que la soporta y del que depende. El verano, a poco que lo piensas en detalle, es la estación más impura. Me he bebido un gin tonic de Bombay y he pensado en que no hay otra parte del año que invite más a desquiciarse uno, a perderse y a encontrarse después. Ni las lecturas que se van haciendo ayudan a que se rebaje un ápice esta dureza de pensamiento. El verano es un lugar vacío al que le vamos añadiendo cosas. Como una casa en construcción que luego dejamos cuando acude el frío. Será que odio el calor. De un modo grosero, lo odio. Pienso en que no puedo vencerlo y el odio se acrecienta. Al frío lo combato con armas más eficaces y hasta me entiendo con él y termino apreciándolo, cogiendo lo que me interesa y paseando por las calles a su paso. Está el verano a medio terminar y se deja escuchar, pero viniendo de muy lejos, el rumor del otoño. De hecho no hay nada fiable que nos haga pensar en el otoño, pero me agrada muchísimo esa idea en la cabeza: la del frío ganando terreno al calor terrible que nos está azotando. Porque es un azote. No hay escapatoria. El split y la sombra, el agua muy fría y la esperanza de que acabe pronto. No estoy hecho para vivir en el sur, he pensado alguna vez. Soy norteño, aunque allí arriba (supongo) acabaría maldiciendo el frío, arrimando mis deseos al sol que ahora me recluye en casa, al resguardo de su rigor, cobijado en el frío impostado de las máquinas.
21.8.13
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5 comentarios:
Prodigiosa, por poética y cercana, manera de escribir, Emilio.
Me lo llevo imprimido y lo guardo en la carpeta de Asuntos Imprescindibles.
Así somos los humanos, solemos desear lo que no podemos tener.
También a mí me encanta la decadencia y los aromas otoñales.
Y llevas razón, ¡qué ya está bien de calor!
Y lo expresas muy requetebién !!!!
Cierto que el calor nos retarda, nos hace ir más lentos, arrastramos la sombra. Aunque también hay otra magia alrededor nuestra de sensaciones y sentidos que niegan otras estaciones.
Un saludo
Lo único que me gusta del verano es la luz, la larga luz de los días. Odio el calor, odio el gentío, odio las sombrillas, odio los niños gritando... Amo el otoño, incluso el invierno. Yo también me peleo mejor con el frío, o con la lluvia de las tardes grises. Sueño con ver las manadas de patos migrando.
Si el calor te hace escribir así, huye del invierno.
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