Escudriñar el cielo no entra en ninguna de mis habilidades. Ni siquiera es una discreta, del tamaño más irrelevante que pueda pensarse. Probablemente suceda que lo mire sin el entusiasmo que demanda. El cielo, de noche, es una hermosa bóveda de estrellas y no hay ningún misterio en ir apreciando los pulsos diminutos de las estrellas, cuajando una especie de baile cósmico que no requiere, a decir verdad, de mucho oficio en quien lo contempla. A lo que no alcanza mi torpeza astronómica (la llamaré así en adelante) es a cazar el vuelo de los meteoritos. La lluvia que pregonan los estudiosos no me moja a mí. Permanezco a salvo del prodigio, a pesar de que me esmero en atraparlo. No sé si estoy negado a todas las cosas de la alturas y soy un descreído hasta en esos detalles celestiales. Hoy mismo he sentido en carne propia (en ojo propio más atinadamente) ese desafecto cósmico. Yo, el astronauta zurdo, plantado en tierra como un árbol, incapaz de aprehender esa línea súbita que rasga el techo de las cosas y hace que el corazón brinque de gozo. El mío, ya digo, brincó poco. Tres veces o quizá una más se encabritó cuando se le concedió la visión limpia (a pesar de la oscuridad que la cobijaba) de las estrellas en el cielo. No sé qué hubiese pasado si fuese diestro en lugar de zurdo. Un astronauta que se maneje a derechas tal vez tenga más confianza en sí mismo. Escribir, en fin, es dejar constancia de cosas que los otros no ven o que, viéndolas, no se molestan en registrar o sencillamente no tienen la voluntad de pensar que registrarlas sirve para algo. Por eso escribo, Pedro. Porque veo cosas que no son visibles a otros y no alcanzo a ver lo evidente, lo que se manifiesta con absoluta claridad y yo, ay, torpe en tanto, no recibo. No niego que el tiempo empleado en la búsqueda de meteoritos ha sido divertido y que este texto es tan solo un capricho de mi incansable deseo de escribir. No he visto nada más que tres lágrimas (o a lo mejor fueron cuatro, no estoy seguro), pero las he disfrutado como si hubiesen sido un ciento y yo andara por ahí, en las alturas, a pie de estrella, balanceándome, ingrávido y feliz, como un alienígena en El Corte Inglés. Quienes me vieron (Blanca, Sara, Toñi, Pedro, Eloísa) saben muy bien de lo que hablo. Al menos cenamos divinamente, al fresco, buscando una melodía de ovnis de los años setenta.
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4 comentarios:
Otros años sí, pero éste no pude alejarme de la ciudad y miré el cielo por mirar, deseando que entre el resplandor de las luces y las pálidas estrellas cruzara ese rasgón fugaz al que pedirle un deseo: no me queda ya ninguna otra manera de intentar que se me cumpla alguno.
Fue una noche de emociones y búsquedas, celeste y musicales. Nuestros gritos de júbilo, cada vez que aparecía una, debieron llegar cerquita de ellas. Gracias por escribir, amigo.
Un abrazo.
Debo ser el único ser en el planeta (de entre los conocedores del evento porque habrá millones que no se hayan enterado) que no miró ayer el cielo. No lo he mirado ningún año y algún día tendré que averiguar por qué, siendo como soy una admiradora de la astronomía, que no conocedora. Me alegro que lo disfrutaras tanto. :)
Fue una cosa extraordinaria. Por lo que tenía de inédita, de cosa no vivida. Las pálidas estrellas. Me gusta eso. Pedí un deseo y no era de los que cuesta pensar que se cumplan. Un abrazo, amigo Juan.
Fue eso que dices, Pedrodel, emociones, búsquedas, gazpacho de almendras, cerveza y amigos. Nuestros gritos de júbilo mezclados con los sonidos de los alienígenas en la cabeza. Una mezcla explosiva, como puedes comprender. Gracias por leer, amigo.
No eres el único. Llevo toda mi vida sin hacerlo, pero el otro día cayó, Isabel. Bien caido, por supuesto. Lo disfruté, de verdad.
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