Es más sobrellevable perder la vida que perder la memoria. La amnesia senil que padece Gabriel García Márquez, puerta al Alzheimer o una variante hostil de éste, lo ha matado un poco. Se ha muerto el fabulador, aunque el cuerpo que lo albergaba pasee y mire los pájaros, coma al lado del mar o sueñe que los habitantes de Macondo vienen a visitarle y le regalan pétalos en una caja de zapatos. La crónica de la muerte anunciada era esto, probablemente. No sabemos qué pasa ahora dentro de la cabeza del maestro. Si fabula de otra forma o ha dejado de fabular del todo. Los huérfanos y los tristes somos nosotros, los lectores. No duele que alguien se muera. Se nos educa para vivir después de que la muerte abrace a los demás. En lo que no hemos recibido formación alguna es en manejar que los que amamos no sepan nombrar el mundo que les rodea. Fue el mismo Gabo, Gabo El Premonitorio, el que dejó registrado en su Cien años de soledad la posibilidad de que el mundo existiese a partir del momento en que fuese nombrado. La palabra, al hacer carnal, fecunda las cosas y las hace carnales también. Lo que necesita el bueno de Gabo es un Melquiades, un gitano inventor, uno que le ayude a fundar palabras nuevas y le guíe, con esas brújulas e imanes que trae a Macondo, por el camino hacia la muerte. Porque cuando García Márquez muera no será una noticia devastadora al modo en que lo son la de otras personas que no conocemos en persona, con la que no hemos tomado café ni hemos compartido emociones, pero que nos han marcado y con las que hemos crecido espiritualmente. El espíritu es un asunto al que no se le da la importancia que se merece, a pesar de las religiones y de la música new age. Hoy es un día un poco triste. No tengo más gana de escribir.
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10 comentarios:
Me parece una reseña tierna como pocas de las que he leído sobre la pena que los amantes de Gabo tenemos estos días. A mi hija le he dado Cien años de soledad para que se lo lea estos días. Tenía gana y ayer lo miró de otra manera cuando supo lo que había pasado. Hacía falta a lo mejor que a Gabo le pasase lo que ha pasado, me dijo, para que yo lo mirara el libro y me llamase la atención. Maldita televisión, maldita fama. No importa. Lo va a leer, Emilio. Repito: hermosa reseña, muy hermosa, muy sentida.
Paradoja vital. Imaginación y memoria van unidas cuando escribimos. Aquel que se dedicó con brillantez a este oficio, hoy no recuerda. Quizá dejó toda su historia en palabras y ya no le quedan más con las que gocemos.
Triste final para la persona, pero Gabo como personaje, como entelequia mediática, como sombra de sí mismo, proyectada en su obra, rebrota en este aciago epílogo. El escritor vencido por sus palabras; la ficción, superando a la realidad, aniquilándola más bien. ¿No es eso lo que hace la ficción con su humilde esclavo? Borges fue otro holandés errante en su senectud; ciego, sumó sus días entregado a la ficción, sin rendirse a la realidad presente. Quizá sea el sino de los grandes fabuladores. Mutar cuerpo y alma en su ficción; como los santos místicos, desapegarse de la gravedad del tiempo presente y morir entregados en el éxtasis de una realidad fingida.
Triste. Eso es todo lo que puedo decir. Triste.
Quizá ahora esté viviendo en su interior ese realismo mágico que tan bien plasmó en algunas de sus obras. Quizá se abandonó voluntariamente a él para no morir viendo el espanto que inunda la historia actual de nuestro mundo, tan poco mágico. Quizá debido a ello muera feliz. Nosotros seguiremos eternamente viéndolo vivo en sus libros, agradecidos de que nos los entregara como uno de los más preciados presentes, celebrando las muchas vidas que hemos podido vivir leyéndolos.
Se ha levantado un último viento en Macondo. Se lleva la memoria y las palabras. No merece morir de calor aquel que ha inventado el hielo. Aquel que siempre regresó airoso de todos los paredones del silencio.
Escribió Allan Poe: "La ciencia no nos ha enseñado aún si la locura es o no lo más sublime de la inteligencia".
¿Lo habrá descubierto Gabo? Ojalá. ¡Oh, Alá!
‘Recordar’ es el verbo que domina el sentido de la primera frase en sus dos mejores novelas: “Cien años de soledad” y “El amor en los tiempos del cólera”, y ‘memoria’ es la primera palabra de su última novela, la de mis/sus putas tristes. Negada o no por un amigo, la demencia senil en un creador de mundos tan grande como Gabo tiene algo de desmantelamiento de lo creado, no en las páginas de los libros (afortunadamente: imaginemos el horror de ver desaparecer de nuestro ejemplar de Cien años…, poco a poco, las calles de Macondo, el imán de Melquíades, la mecedora de Amaranta…), sino en la fragua de su imaginación. Como si Aureliano Buendía dejara de recordar aquella tarde remota en que su padre…, o el doctor Juvenal Urbino, en el olor de las almendras amargas, el destino de los amores contrariados….
A veces coincido en la calle con una vecina que fue antigua profesora mía de matemáticas en bachiller. La acompaña una cuidadora. No me recuerda ni me reconoce. Su mirada está vacía, es la de una persona desorientada, quizá asustada. Como dice Miguel Cobo, quizá haya inteligencia en esa locura, en ese ser despegado del mundo, de nuestra realidad. Nunca lo sabremos, y si llegamos a saberlo, ya no sabremos comunicarlo. En cierto modo es una derrota, que duele más cuanto más fuerte fue el ejército que sustentó esa mente. Por suerte, somos mortales.
Mis amigos son los mejores lectores del mundo. Compartimos el mismo adn mágico, aparte. Una pena, no obstante. Me quedo con la idea de que no vuelva a esribir una sola línea..
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