Con la que está cayendo se le van a uno las ganas de escribir sobre los mitos de Cthulhu o sobre los años salvajes de Chet Baker en la vieja Europa. Bastan treinta minutos de noticias en televisión para anular toda posibilidad de expansión creativa. Cómo vas a enredarte en el spleen o en los universos alternativos de Walter Bishop con Bankia mordiéndote el cuello o las tijeras de Rajoy descosiéndote el alma a la altura de la nómina. No hay forma de concentrarse en nada. A poco que pierdes la noción de las cosas reales y te sumerjes en el bendito territorio de la ficción, te asalta el ruido de un teletipo o un ruido de políticos maquinando recortes como el que hace una lista del mercadona o un frío parte estadístico en el que números que no entiendes del todo te cuentan que el abismo está a la puerta de casa y que algunos de los tuyos han perdido pie y están dentro. Y te saca de quicio que habiendo tanto trabajo que hacer se preocupen algunos en apiolar a un cantautor de los de antes que en el año 77, año febril de soflamas y de pasquines, se dedicó a cocinar un cristo, retirándole las alcayatas, desencostrándolo con agua tibia. La costra no está en el cristo de Krahe (o en el Cristo de krahe, no sé) sino en la cabeza de algunos, cruzados de no sé qué facción obstinada en no dejar pasar ni una en asuntos de capital importancia para ellos pero nula para los demás. En ésas andamos. En que lo mío compite con lo ajeno y crea a su alrededor una costra de intereses de la que, al removerse, se eleva una sustancia tóxica, las más de las veces; incómoda al trato, siempre. En que lo ajeno, si me contraría en exceso, me mueve a expresarme en su contra. Como si expresando esa disconformidad mía pudiera evitar que esos otros disfruten con sus cosas, las mimen, las consideren sagradas y en esa condición las tutelen, vigilen y hasta muerdan por ellas.
Caso de que no caiga nada, de que todo fluya y respire paz y la prima de riesgo se pierda en un bosque y se la beneficie un fauno, podremos volver a Lovecraft y a Baudelaire, acudir ufanos al riff de Clapton cuando le birló a Harrison su preciosa novia y a las ferias de pueblo con sus coches de tope. Volverá la paz del espíritu, el inquebrantable loco afán de ir de excursión por los burdeles de la palabra, pedir asilo en todos los surrealismos y no tener que rendir cuentas a nadie sobre lo frívolo de nuestros actos. Pienso en estos días en un amigo que suele razonar del siguiente modo: he leído todos los libros del mundo, he visto todo el cine del mundo, he conocido los placeres de la palabra y del genio creativo y ahora solo me llena la realidad, su restitución en prensa. A mi amigo le sobran los libros y una parte de mí, la que anda tras sus pasos, le entiende. No es que me sobre mi Borges ni aplace la revisión lujuriosa del Tati o del Melville que me fascinaron. Lo que pasa es que los tiempos escriben también a su manera. El texto que manuscriben es el de las crisis financieras, el de los políticos en sus laberintos, el de los curas en los suyos, el del hombre agotado de inventar, colapsado por el progreso, lampando por encontrar un refugio en el que descansar y pensarse. Yo creo que lo que pasa es que no nos pensamos. Hacemos balance de lo que hacemos pero no de lo que somos. Estamos en esa depravación sin pecado en la que somos cómplices del vértigo. Nos estamos despeñando sin voluntad de amarrarse a un saliente en la caída. Hemos renunciado a salir a contemplar la belleza y preferimos que los otros, los que la vieron, nos la cuenten. Se está abriendo la posibilidad (terrible) de que nos encerremos en nuestros gadgets y confiemos en una empresa para que nos restituya todo eso a lo que hemos renunciado. Vamos de cabeza al encapullamiento masivo salvo que (ay) se reescriba el ocio y la caja deje de gobernarlo. No albergo muchas esperanzas. Alguna suelta. La idea de que todo se estabula y se mueve en base a una serie de protocolos y de ciclos que se han venido ejecutando de forma absolutamente armónica en los últimos tiempos. La (secreta) idea de que somos buenos y de que Chet Baker toca para nosotros. De que somos buenos.
5 comentarios:
El arte, la literatura, han dado grandes obras en tiempos de crisis. Cuando el viento arrecia, el autor se refugia en la belleza como sostén psicoanalítico o simple mecanismo de defensa.
Es casi seguro que las redes sociales morirán con el tiempo a causa de su propia medicina: la saturación.
Reducida a tan pocos asuntos, la realidad sólo supera ya a las ficciones más tediosas, más irritantes. El hastío que provocan las noticias deja en muy poca cosa al natural desasosiego que deberíamos estar sintiendo con sólo escucharlas. Es que uno está permanentemente en el riesgo de ser tenido por primo. Y en medio de todo ese bostezo, uno podría sentir la tentación de dejar pasar como cosa menor ese auto de fe que le quieren montar a Krahe, que entre unas cosas y otras muy bien podría acabar en la hoguera, la hoguera, la hoguera, que tiene no sé qué que sólo tiene la hoguera.
Ya no se sabe si Chet toca para nosotros o si dejó de hacerlo en aquel hotel de Ámsterdam precisamente por nosotros.
¡AMÉN!
Qué bien. Qué idea más sublime. La muerte de Facebook. Da pa mucho. Da pa mucho. Saturados o no, el arte sobrevive a quien lo enjuicia. Siempre.
Me quedo con Chet, con Krahe, con Ramón, Con Isabel, con quienes me dan aire. No sabemos qué tiene la hoguera, pero hay quien está dispuesto a comprobarlo. Lo de Chet dejando de tocar por nosotros me parece un mazazo metafísico. Abrazo, Juan. Grande. Me gusta verte por aquí siempre.
Amén, Isabel. Cien veces. Seguidas. Sin tomar aire.
Las noticias diarias se han convertido en episodios de telenovela emitidas antes de la telenovela; la diferencia es que las sufrimos en directo.
Prueba a desconectar de radio-televisión-facebook un par de días, tres. La creatividad volverá a fluir y recobrarás fuerzas para enfrentarte a la realidad socioeconómica.
O pasea por la febril noche de verano en Córdoba. Escucha los grillos, acaricia el maíz, atrapa el silencio.
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