Las piezas de siempre, las moldeables, tamizadas, despejadas de su trascendencia étnica, embutidas en un traje orquestal, obviando los pasajes fibrosos de Sledgehammer y buscando la grandilocuencia incluso en los más livianos: eso es New blood, el nuevo disco de Peter Gabriel. Se ha metido con una orquesta de 46 miembros, ha llamado al arreglista John Metcalfe, con quien trabajó en Scratch my back, su anterior obra, y ha reconvertido su repertorio (una parte íntima, no necesariamente un recopilatorio de grandes éxitos) en un catálogo magistral de emociones. La orquesta provee a la música original dimensiones que antes no poseía, ha dejado dicho Gabriel en prensa. Sin guitarras, ni bajo ni tampoco batería, el chasis de rock puro con el que fueron compuestas, las canciones cobran nueva vida, la sangre de la que habla el título del álbum y que era también el nombre del tour del Scratch. Sting hizo exactamente lo mismo con Symphonicities (quizá menos felizmente) y pronto (no lo duden) será Rod Stewart el que sacará sus temas con guarnición de violas, tubas y fagots. Hace unos años triunfaron los unplugged, sí, ya saben, aquellos registros domésticos, sin la mastodóntica maquinaria de los conciertos en estadio detrás, concebidos para que la empatía entre el artista y el público fuese mayor y se crease la idea (falsa, en el fondo) de que los directos eran privados, íntimos, familiares casi. Hay en estas tomas forzadamente sinfónicas un punto de frialdad que quizá no existía en el material de origen, pero el talento de Gabriel y de Metcalf se sobrepone a esta marca de fábrica, común en todos esos discos orquestales, un poco dulzones y un mucho inverosímiles, y logra el prodigio de hacer que nos creamos lo que escuchamos y pensemos, ah gloria de la belleza, que las piezas nacieron así. Al escuchar ayer nuevamente The rhythm of the heat (mi favorita del álbum junto con Don't give up) pensé eso: en que el tema antiguo, el de 1.982,me resultaba, a la luz del de 2.011, extraño.
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Sin la tela africana o sin la esclavitud tímbrica de esa tela, Peter Gabriel amplía la idea que forjó su disco de versiones: todo en Scratch my back es épico, íntimo, pasional: Gabriel canta como nunca y encuentra en el repertorio el instrumento ideal para que su voz fluya como otro instrumento más, al servicio de la historia, del pentagrama invisible. Lo que escribí hace un año vale ahora porque la filosofía persiste o porque el hombre de Womad, el antiguo de una de las bandas más prodigiosas del rock del siglo XX, sostiene que la música es una especie de líquido amniótico que envuelve la tierra y que guía, a su modo, con sus arcanos y con su divina belleza, la vida de quien se deja penetrar por ella y ese idea primaria impregna el trabajo, lo guía hacia una excelencia sonora tanto en lo técnico (el disco es un prodigio de ingeniería, de belleza acústica, de limpieza audiófila) como en lo puramente artístico (el disco rezuma perfeccionismo en cada vuelco novedoso de la melodía ya sabida). Se atreve incluso a registrar cinco minutos de sonido ambiente, moviendo las máquinas de grabación a Solsbury Hill y guardando el aire, el tiempo mismo pasando. La pista, que sólo se ofrece en el doble CD deluxe y en una edición en vinilo, precede a la propia canción, a una versión fantástica de Solsbury Hill con abundancia de cuerdas y de genio. El Gabriel atmosférico, tántrico, telúrico, étnico, étnico a su modo, sin el sudor tímbrico de antaño, ha vuelto. Y ahora se nos pone clásico.
2 comentarios:
La calidad acústica siempre ha sido una cualidad de Gabriel. De todas formas... es otro experimento de "fusión". ¿Vale como rock?
Excelente en cuanto a sonido. Mis B&W dan en la parte orquestal su crescendo más audiófilo. La voz de Gabriel, teatral, imponente. Todo muy llevadero, no creas. No es un disco difícil escuchado un par de veces. Es otro experimento, Rafa, no te puedo quitar la razón. La llevas. Tuya. Vale como rock: no. Es un disco híbrido de muchas cosas. Escúchalo. Te gustará según qué momentos, pero te gustará.
Abrazo amistoso....
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