Las crónicas del verano, sobre todo si se manuscriben a pie de tumbona, tienen siempre un principio activo extra-semántico, una coyunda catedralicia entre el sudor y la cosmética cara, semiótica de saldo para abastecer cursillos aliñados de espeto y cerveza en tanque. El verano triste, en el fondo, con su elenco de mafiosos paseando rubias y coches, como si fuese una canción de Bruce Springsteen, pero sin épica ni corazón, aristócratas de lentejuelas en la conciencia y caravanas de jubilados, todos conjurados a escribir páginas gloriosas, muescas de coppertone y paella de marisco en la tripa, que ahí es donde se esculpen los misterios de la carne, los vicios absolutos y los pecados frugales.
El verano se derrama en los paseos marítimos del mundo, que son como una enciclopedia orgánica del capitalismo y de sus daños colaterales. Verano diseñado para jóvenes aupados al éxito, sofisticados jóvenes con 3G en el bolsillo y visa oro en la cartera, que lampan por encontrar el polvo de la noche en el servicio de un local de copas mientras en los altavoces se fragua la demolición de todos los cánones, la tenebrosa advocación del dios hortera de la evanescencia total. Nada grave, al cabo, porque la vida sigue y en su discurso cabe lo cutre y lo sublime, lo místico y lo burdo sin que, en ocasiones, se advierta fractura visible.
El verano llega como una epifanía del despilfarro, que ya llegará el invierno con sus rigores y todos los maniquíes aquí sublimados se convertirán en obreros de su deudas y madrugarán el odio y la esperanza de que el tiempo, el inexorable, cumpla su cometido y los abandone en la playa del sur junto al chiringuito abastecido de huevos con bacon y alguna guiri concupiscente a la que convencer de lo inofensivo de la caza.
El verano administra venenos gratos. Qué dulce pereza la siesta, qué lírico el abandono mientras el mundo fatiga sus ecuaciones y redobla los desvelos para que el giro salga perfecto y nada se escape de su ancestral mecánica. Detrás de la evidencia del verano hay un reconocible rastro de trasiego doméstico que exhibe su gallarda oriflama de sombrillas y sillas de playa, neveras enfermas de cerveza y bolsas donde las palas compiten con los rastrillos por presidir el aire caliente del plástico. Piezas clásicas del turista, al cabo. Lo que el mar suministra es esa certidumbre de eternidad, de desalojo del stress. La ficción confía a la realidad su visión apocalíptica de las cosas y el mar lo que acaba entregando en las costas son huestes miserables de africanos que no van a llegar a la Gran Vía ni van a vender discos piratas de Lady Gaga en las calles del mundo civilizado, pero hay un chiringuito cerca de donde escribo en donde la cerveza la sirven directamente de un tanque de salmuera. La cerveza la aliñas con un buen plato de pulpo o con coquinas y el mundo adquiere una redondez inédita. Éstos son los verdaderos placebos, los que te arriman al placer con más diligencia sin que luego quede ningún resto visible de culpa.
El verano fomenta este regreso a lo animal, a la superficie sin limpiar de la Historia, que consiente treguas, agujeros de gusano, hamburguesas king size, sótanos quemados de soledad, óxido de una pureza brutal acomodándose en el envés de las palabras. El amable lector no tenga duda alguna del propósito de este aislado (por necesidades del guión) texto veraniego. Se trata del cronista reconciliándose con la materia de la que están hechos los sueños: se trata de la puesta al día de los mecanismos más sólidos de su formación intelectual, pero ahora el bagaje cultural está embadurnado de la toxina de la pereza, que se ha hecho fuerte en alguna remota región de mi raciocinio y no me permite escribir con soltura sobre lo que acostumbro y me sale del tirón este texto impuro, como casi todos, rebajado a reproche de la rutina, concebido para no perder del todo el contacto con el escritor convulso de una entrada al día durante los últimos seis años. Uno tiene la secreta convicción de que el lector casual, no entendiendo, podrá extraer alguna conclusión fiable sobre el estado mental del autor. El otro, el lector habitual, alguno siempre hay, concederá un receso en las exigencias y me dará la licencia de perderme por una vez en el registro caótico (cuándo fue otra cosa) del verano.
El verano recién aprendido, tatuado de promesas de libros y de paseos, de familia bien cerca y de siestas lujuriosas. La de hoy, aunque bien corta, tuvo un introito estimable: de la casa de al lado, arañando el aire tórrido de Marbella las notas de Gershwin, el Summertime proverbial, versión Fitzgerald-Satchmo. Pensé (como suelo a veces) que hay piezas que escuchas de pronto por primera vez. Da igual que las haya sentido adentro mil veces. Uno siente el alma quebrarse un poco. Ante la belleza, la mía se desquebraja, se abre a trozos, aunque después sepas que todo regresa a su molde previsible y haces una vida del todo mecanizada, amiga de rutinas y de juegos en los que disfrutas lo justo, pero sin los cuales no podrías practicar los tuyos íntimos, esos vicios privados con los que soportas en ocasiones el estrago de los días.
El verano es una celebración de la carne y del alma: el verano conquista el tiempo y lo convierte en una melodía pop, tarareable, consumible en una terraza de paseo marítimo a la que acuden los feligreses de costumbre, los llamados a compartir un deseo idéntico, no escrito. Se cerraron las escuelas, pero abrió el verano. Ya lo dijo la canción: vivir en verano es fácil. Un palimpsesto, eso es el verano.
5 comentarios:
El verano, amigo Emilio, fue un invento de aristócratas. Hoy, como ya glamouroso lo es hasta Gaga, veranea hasta el parado. Que 500 euros dan para mucho, si se tiene madre y suegra a quienes sablear y que oreen a los niños.
El verano, el mejor invento del desarrollismo, de la España del bien-estar. De hecho, los españoles somos el expendedor más eficaz del sueño estival a pie de playa.
A mí este verano me tocará -horror- unos días de playa en Salou, en un hotel de giris. Es un forma barata de ir al extranjero sin salir de casa.
Buena semana, hermano de letras.
Hermano de vicios, diría yo. El verano es todo eso que dices y más cosas. A mí me sigue pareciendo un oasis en el decurso del año.
He vivido veranos "laborales", largos, tediosos, extenuantes... y veranos deliciosos, de siestas enormes y de tintos de verano en terrazas junto al mar.
Mi familia era amante del verano, y un poco de eso me queda a mí, ahora que la tengo lejos, la poca que queda.
no nos pongamos dramáticos.
El verano es también buena escritura en un blog. El tuyo
Más allá de la infancia y acaso de la adolescencia, los veranos se van cumpliendo como una reproducción del anterior pero con distinta pachanga: las mismas cosas en los mismos sitios, como si la rutina, más aún que las bicicletas, fueran para este tiempo. Pero por ahí surge una noche el milagro de la conversación bajo las estrellas, el de ese gintónic donde el limón se deja mecer a la deriva angosta de los cubitos de hielo, el de una repentina ráfaga de viento que, ay, te da la vida en ese preciso instante: no es que estos pequeños placeres sean menos rutinarios, es que parece que se hacen más democráticos.
Me sigue asombrando la aparente facilidad con que escribes textos tan pero tan buenos como éste.
No es la primera vez que recurrimos aquí al poético "don de la ebriedad" (Claudio Rodríguez) para acotar la gloria de un momento extático (sí, con x; bueno, también con s: el tiempo se detiene). Tuve el privilegio de vivir la "retransmisión en directo" del memorable Summertime, en sincronía virtual , con un solo de amistad que adquiere por momentos una creciente consistencia.
Gracias, mon ami, participé de tu emoción, me solidaricé con tu siesta.
No es lo que era y dejará de ser lo que es en breve. Seguirá, no obstante, su sacralización. Es el término al que propenden las jornadas laborales de todo hijo de vecino, es el valhalla obrero, es el limbo pluscuamperfecto en el que algunos nos refugiamos para sobrellevar la rutina del trabajo, Ramón. He pensado en esto algunas veces: cómo malogramos una idea feliz de trabajo con la existencia idílica del verano, cómo nos engañamos pensando que lo mejor dura dos semanas (o más según la suerte de unos y de otros) y no el resto hasta completar el año. Feliz el tuyo, my friend.
Juan Pablo, nombras la parte narrativa del verano, su capacidad de crear una literatura. El verano es también un texto mental. Todos recordamos veranos de una u otra manera, y no inviernos. O de una forma menor, menos apasionada. Somos así. Gracias por entrar.
Hablo de eso, Juan: del verano como palimpsesto, como escrito sobreexpuesto a otro escrito, como lectura montada sobre otra. Como copia, si quieres. Pero cada verano es distinto y, en el fondo, exhibe las mismas apariencias. Son las que nombras: el milagro de la conversación bajo las estrellas... Muy borgiano, muy lírico. No sé por qué (será porque estoy releyéndolo una vez más) me ha sonado borgiano eso. El gintonic a la caída de la tarde, cuando el sol se va... Ya está dicho: literatura, cuentos de Carver, en fin...
Gracias por tus amables palabras. Me lees con afecto. Eso es todo.
Éxtasis, Miguel: a pie de playa, advirtiendo la caducidad y la belleza de los cuerpos, sintiendo el carpe diem como si no sintiera uno otra cosa, todo muy virginal y promiscuamente al tiempo. El summertime te lo debía. Lo escuché, lo sentí adentro, disfruté casi de cada nota (era una terraza a muy poca distancia de la que yo estaba) y pensé en escribir algo. Lo mejor, en eso, es la instantaneidad: así que acudí a tu correo y te ofrendé el prodigio. Bien ofrendado, creo. Un abrazo, amigo.
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