I
Hay gente que va de extra por la vida. Sabemos que hay un rodaje y que están dentro de cámara, pero sus gestos son irrelevantes y no tienen parlamento alguno. Gente que patrulla los días como el que ve pasar nubes. Gente a la que un napalm misterioso les ha borrado toda capacidad de asombro. Les da igual que gobierne la derecha o la izquierda, que las imágenes que ametrallan los informativos conviertan la barbarie en cultura popular. Consienten, además, que el apocalipsis, en forma de calentamiento global o en forma de analfabetismo social, les vaya comiendo terreno. De pronto se ven en mitad de la batalla: la que no era suya y ahora súbitamente les tiene de protagonistas, de héroes forzados (todos de alguna forma lo son) que acaban por involucrarse tanto que pierden la vida en el noble empeño. Viene esto, aunque no lo parezca, a propósito del Día del Libro. No es exactamente el día del Libro: tal vez sea el día de la Soberanía de la Inteligencia o el día del Imperio de la Imaginación o el día del Reinado de la Cordura.
Como el libro es un objeto y puede ser confundido con una piedra o con un bufanda o con un cuchillo de cortar jamón es conveniente situar la realidad del libro, su trabajo lento en la forja de una sociedad justa y de pensamiento sano y constructivo. K. sostiene que tampoco los libros garantizan nada: Hitler leía y ya se ve a qué punto de dislate mental llegó y cómo esa voracidad lectora (mal asimilada) le hizo un matarife con estudios. Decía mi suegra que el desalmado instruído es más desalmado que el que no tiene argumentos ni razones para sus actos. Duele que vivamos tan a prisa, tan mal. Duele que sepamos la naturaleza de la bestia y no le hagamos frente con las armas que la anulan.
En un país donde se escribe más que se lee es muy difícil que la lectura sea algo más que un accidente. Sólo leen los que escriben, si es que les queda rato. Y si hay lectores sin pluma (entiéndase esto como debe ser entendido) es un accidente también. Bueno, el mejor de los accidentes, en todo caso. Incluso algunos escriben para quienes les leen, y no es una perogrullada: el lector de Jorge Bucay se administra la prosa del salvavidas argentino en la certeza absoluta de que tras la ingesta va a sentirse más feliz y más en sintonía con los astros y con el secreto equilibrio de la naturaleza; el lector de Jiménez Losantos (los habrá, no hay duda) se inocula vía óptica el veneno bulímico del agitador de fonética arrastrada.
En política pasa algo parecido: toda la gente que va a un mítin de Rajoy no oye lo que dice Rajoy. Ni el que a uno de Zapatero se presta a pensar lo que le cuenta Zapatero. Se va en tropel a esas reuniones, se acude en masa para ser signados por la oblea formidable de la mediocridad. Yo estuvé allí, se puede decir. Se oye, en fragmentos, la prosa que hemos escuchado antes. En política, a diferencia de la literatura, se avanza hacia atrás. Hay confirmación del mensaje, pero no existe asombro. Quizá esté en la sustancia de la política no incluir el asombro como ingrediente, pero a mí me sigue entusiasmando la creatividad, la obra abierta, el puente entre las orillas.
Tenía yo un amigo que coleccionaba libros como el que busca caracolas en la orilla del mar y luego las guarda en una caja muy bonita que esconde en un baúl tapado por una manta en un sótano o en un ático. El amigo de marras no sólo compraba libros por la sonancia del título o por la pompa del escritor: también compraba discos. No le falta un ejemplar de cada género. Miraba la prensa especializada y no perdía ocasión de adquirir lo último en jazz o en clásica, el más reciente ensayo de Marina o la novela recién salida de imprenta de algún Nobel indio cuyo nombre jamás se atrevía a pronunciar. Lo mejor del caso es que mi amigo tenía (hace tiempo que no le trato) la rarísima y más que admirable habilidad de hacer ver a los demás que sus libros o sus discos eran los que moldeaban su carácter. Hacía rentable cada peseta (no había euros entonces) gastada en cultura, pero mi amigo no era capaz de estar sentado frente a un libro más de veinte minutos. Bien amortizados minutos, supongo.
Me confesó que ese tiempo le bastaba para tener una idea sustanciosa del asunto leído y doy fe de que le vi en más de una ocasión disertar sobre lo que, en verdad, a la luz de sus confesiones y a la pericia de mi sana capacidad de observación, no tenía ni puñetera idea. Él era, a su modo, el extra y el protagonista de la historia de su vida. Así que el Día del Libro, fiesta de los sentidos y de la cultura como máxima expresión del acervo sentimental de un pueblo, no garantiza casi nada. Da lo mismo que las Bibliotecas Municipales (en mi pueblo hay una que está funcionando muy bien) saquen historias a la calle y pongan en los semáforos poemas de Carlos Marzal, que ya está en mi facebook, oh fatum, oh gran negocio del azar.
II
El libro, el magnífico libro, el ladrillo sobre el que se edifica la voluntad de permanencia y de vigencia de la Palabra, continuará su batalla íntima, doméstica, sorda y cruda contra los enemigos de siempre y contra los que acaban de llegar a la plaza. Estos tiempos de banda ancha y de fast food cultural no permiten que alberguemos muchas ilusiones. Ver a un niño leer todavía sorprende cuando debería sorprender justo lo contrario. Así nos va. Así mi amigo, hijo de su tiempo e hijo de sus vicios y de su pereza, puede pavonerase de lecturas que han leído otros, pero que él, ufano, victorioso, hace suyas sin que nadie se percate del timo. Estará en la Feria del Libro del pueblo en donde viva (hace que no lo veo) y comprará un tocho de relumbrón. No lo meterá en bolsa. Durante un tiempo, en su vuelta a casa, lo exhibirá. Como el que lleva un cinturón de marca. Un Rolex. El libro como indicador de prestigio. Sólo eso.
2 comentarios:
La Ilustración supuso (ingenuamente) que el acceso generalizado a la cultura blindaría a la ciudadanía contra la injusticia y la insensatez. Pero no fue así. La modernidad no esperaba que una clase media con acceso a todos los recursos básicos para su subsistencia despreciara la lucidez frente al placer del consumo inmediato.
Aún así, la posibilidad del descubrimiento, la ingenuidad virginal ante los misterios de la vida, la curiosidad, el placer certero por la belleza tras un libro, una obra de arte, un paisaje... Esa posibilidad aún permanece inalterable. Quien quiera aprovecharla, ahí la tiene. Está esperándole.
Buena semana, Emilio.
Primera entrada, desde la barra libre, a este espejo.
Y me quedo, definitivamente me quedo. Me quedo sin problema, a sabiendas de la fiebre de las palabras y contento de haber encontrado un lugar en donde encontrar la felicidad de la palabra. Parezco un sacerdote en misa de doce. Saludos.
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