8.12.09

El poeta en la casa de los poetas


Durante un par de meses de principios de los noventa, justo antes de dejar la casa de mis padres, buscar la propia y encontrar mi lugar en el mundo, escribí convulsivamente en un cuaderno de anillas, que luego fueron dos, anotaciones a diario sobre cualquier cosa. Escribía sin apasionamiento. Como una rutina. En permanente alerta. Recuerdo tomar notas en servilletas de un bar o sacar una pequeña libreta del bolsillo y manuscribir una frase o una palabra o un pensamiento. Luego la pasaba al cuaderno grande. Nunca releía lo que escribía igual que ahora (pasados los años) tampoco lo hago. El diario carecía de intención. Se trataba de ejercitarme en la escritura como el pianista se deja llevar por el vértigo de las teclas y prueba paisajes sonoros que no llevan a ningún sitio, que se alejan de la idea melódica principal y terminan en otra de modo que el espontáneo oyente no tiene jamás idea de qué escucha sino que se siente atropellado por un riada cacofónica de notas muy precariamente hilvanadas y en casi ningún caso pensadas para producir emoción alguna. He perdido mis cuadernos de notas. Y casi es mejor que sea así. Fueron útiles (tal vez) para escribir ahora esta reflexión y procurarme la satisfacción de que los recuerdos nos dan placer cuando sabemos mirarlos con distancia, sin el estorbo del interés que supone evaluarlos, cribarlos, diseccionarlos como si fuesen organismos de laboratorio.
Nunca he vuelto a escribir un diario salvo que consideremos el blog como uno, y no estoy en disposición, después de casi dos mil entradas durante casi tres años, de rebatir esa opción. Siempre imaginé esa rendición de la intimidad como un ejercicio vacío. El lector es el abono de lo que uno escribe. En esa época me leían María del Mar y Auxy y Antonio y Rafa. Escribí en un periódico local en donde tenía mi pequeña tribuna semanal (Diario Córdoba) y en su suplemento cultural (Cuadernos del Sur), pero esa forma de escribir era pública. Lo de los cuadernos era algo de una intimidad asombrosa, dolorosa casi. A Antonio y a Auxy, que veía casi todos los días, les envie cientos de cartas que sé que todavía conservan. Eso podía ser también una forma de diario. De lo que se trataba era de escribir por encima de cualquier otra consideración. Escribir cada día sin falta. Como quien pasea o deposita la basura en el contenedor. Muy curioso esto de la basura que me ha salido.
Viene esta pequeña reflexión de lunes sabático porque vi el pasado sábado a las puertas de la Casa del Libro (Gran Vía, Madrid) una imagen que me sorprendió y que no me abandonó durante el resto del día. En apariencia era un mendigo, un paria urbano, uno de esos desgraciados que se acogen a la beneficencia pública y se dejan morir en las aceras, entre cartones y tetrabriks de vino barato, tullidos o enfermos, desahuciados del glorioso Estado del Bienestar, de la Alianza de las Civilizaciones y de los anuncios del Corte Inglés. Y no descarto que comparta con ese gremio de desheredados alguna tara social. Lo que lo elevaba a un más alto status, el factor relevante que hacía que le prestases una mayor atención era que escribía poemas. Tenía a su vera, en el suelo, un buen taco de folios. Se apoyaba en una cómoda superficie en donde escribía y jamás, en el rato en el que lo observé, levantó la cabeza. Ajeno al vértigo de gente que sube y baja la Gran Vía, el poeta escribía.
Creo que estuve alrededor de una hora dentro de la librería (compré Una investigación filosófica, Philip Kerr, Anagrama) y apunté mentalmente un par de libros para una próxima compra. Al salir el poeta no había modificado el gesto. Producía versos. Quizá sea ése el término: producir. Al verlo allí, pensé en un ideal noble. En la escritura como un fin épico. En la poesía como un arte de una nobleza y de una altura a prueba de los rigores del otoño frío en las grandes ciudades y de la miseria económica que se intuía a la vista de su aspecto. Te ofrecía un poema a cambio de la voluntad. Eso de la voluntad es un mecanismo semántico, una especie de eufemismo. No me acerqué a él. Cosa de las prisas después de un buen rato de manoseo de libros en las estanterías y de algunas circunstancias más que no vienen al caso. Sé que no se me olvidará esa imagen entre la lírica y la miseria, que me afectó en demasía y me hizo repensar en un colectivo del que a menudo nos desentendemos y que nos alfombra los paseos por las grandes avenidas de las grandes ciudades y evidencian la muy frágil textura de la sociedad, el precario tapiz de sus conquistas y el lamentable pozo de sus fracasos. Y la escritura, como una forma de reivindicación de una existencia. Y el amor a las letras y el amor a los demás hasta en los momentos menos propicios a que el amor prospere y dure. Lo de mi lugar en el mundo, a pesar de los años de combativa pesquisa, sigue siendo una incógnita.

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5 comentarios:

Pedrodel dijo...

A veces el arte no se encuentra en los museos o en las salas de conciertos. Los artistas pobres fueron un día esclavos que construyeron grandes obras. Hoy llevan el arte encima, como único patrimonio: música callejera, cuentacuentos, artesanías, pinturas, caricaturas,... Supervivencia a través de la creatividad, piensa un momento en el arte cotidiano de los pueblos pobres, en sus enseres y colores.
Pero, sinceramente, yo no conocía al poeta pobre y callejero...

Emilio Calvo de Mora dijo...

Pues está ahí, Pedro, al menos en esa fotografía, en su parte real en Madrid. Joven, no más de veinticinco o treinta años, completamente enfrascado en su trabajo. Ajeno, como digo, al tráfago de gente arriba y abajo, escribiendo, dando su arte a quien lo compre. Y en todo lo que dices, toda la razón. Ahí nació el arte, luego se dejó comprar por los poderes públicos, que lo usaron a su favor. Desde los pintores renacentistas a los constructores de catedrales: todos a sueldo de los poderosos. Manejables, algunos; otros, no. Éste parece libre, libre y pobre, ingenuamente perfecto.

Alex dijo...

¿Mejor, Emilio? ¿Recuperado ya? Al menos en vías, espero. Las heridas físicas cicatrizan, aunque sean interiores. Las otras interiores, duelen siempre.

Ojalá Madrid no se te atragante después del trance.

Abrazo fuerte.

Emilio Calvo de Mora dijo...

Las historias interiores duelen más, por supuesto. Siempre. La dolencia madrileña remite muy rápido. Te escribo a gmail...

Anónimo dijo...

El arte esté en donde menos esperas. Está en la calle. Y es verdad que nació ahí y ahí sigue. En estos tiempos más todavía. Estoy pensando en la SGAE y en su dictadura. Libertad, el mundo por montera, la libertad, la libertad, Emilio, y hacer lo que le viene a uno en gana. ¿Delinquir? No se delinque. El campo es un territorio abierto. No sé si me explico. RAfa

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